René Antonio Ávila, nació el 4 de diciembre de 1937 en Pampa Palauco, hijo de Verenicia Maturana y Juan Felipe Ávila, quienes además trajeron al mundo a Teresa, José Florentino, Alfredo Antonio, José Eleuterio, Roque Jacinto, Albino Antonio, todos ellos fallecidos.

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 “Mi hermano José Florentino fue el primero que murió, se ahogó en el río Grande cuando tenía 22 años. Resulta que había un temporal muy grande de nieve y agua, para el 25 de mayo de 1948. Él salió a ver unos animales que se habían quedado en la sierra y pasó a la casa de unos amigos que estaba en una orilla del río, donde se armó una farra. Del otro ladito del río había un negocio, él y un primo hermano, Gaspar Ávila, se cruzaron a comprar bebida. A la noche se largaron al río, trayendo unos cajones de cerveza por delante de los caballos. Como el río traía mucha agua, la noche estaba muy oscura, los caballos perdieron paso y los muchachos se ahogaron. Los caballos amanecieron ensillados en el puesto. Ellos cayeron al río en el Portezuelo del viento y los cuerpos los vinieron a encontrar en Bardas Blancas” expresó al hombre en el inicio de la conversación que mantuvimos en su casa de barrio Municipal.

Inmediatamente agregó “nosotros vivíamos en Pampa Palauco, en un puesto muy alto, donde hacía mucho frío en tiempo de invierno. Ahora ese puesto se llama ´Moya´. Cuando nevaba nunca caían menos de 50-60 centímetros. En los pies usábamos las ojotas y nos los envolvíamos con trapos, no los sentíamos de los helados que los teníamos, cuando nos poníamos al ladito del fuego nos empezaban a picar ¡Por Dios, eso sí que eran fríos! Los animales pasaban metidos en la nieve, pero no se nos morían, era peor cuando caía escarchilla y hacían los fríos secos, que le llamamos nosotros. Las grandes nevadas parece que le sirven de reparo al animal y está más protegido porque cuando se va la nieve tiene pasto”.

René tuvo por padrinos a los hermanos María y Domingo Antonio Galdame, de Chenqueco, a quienes evocó con cariño.

Al hablar de su niñez dijo “nosotros nos criamos en el campo, de chiquitos ya nos tocaba salir a buscar leña, porque con tanto frío que hacía se consumía muchísima en la casa. No fuimos a la escuela, yo aprendí a leer con una señorita que venía de Chile. Ella era familiar de unos parientes de nosotros, que vivían como a 20 kilómetros de la casa de nosotros y nos teníamos que ir a quedar, por tres meses, a la casa de ellos para que nos dieran clases. Mi tío se llamaba Juan Luis Vázquez y la maestra que nos enseñaba Corina Hernández. Teníamos clases todo el día. Dos temporadas estuvimos ahí, nos íbamos en mayo hasta setiembre. La mamá era la que más insistía para que aprendiéramos a leer y a escribir. Después la señorita Hernández vino a dar clases a la casa. Con poquito se aprendía mucho más que ahora. Escribíamos todo con lápiz. Los padres de los alumnos le pagaban a ella para que nos enseñara, no como ahora que el gobierno paga las maestras, hace las escuelas, las arreglas, les da la comida a los alumnos. Además de pagarle había que darle pieza para que durmiera y la comida, que era la misma que se hacía para toda la familia. Las compras el papá las hacía en el negocio de don Florencio Ruíz, en Bardas Blancas, en el mismo lugar donde ahora está el hijo, Pedro. Bardas Blancas, en el lugar donde ahora está el pueblo no existía, la policía, una escuelita que había y el negocio estaba de este lado del río. Con los años se hizo el pueblo actual. Yo me acuerdo que era chiquito cuando el papá nos llevó para que conociéramos cómo cortaban la barda para hacer el camino por el Portezuelo. Tengo presente a la gente colgada haciendo las perforaciones para poner la dinamita y hacer volar las rocas. Antes se pasaba por un lugar que se llama Los godos, era un paso estrechísimo donde no cabían las cargas, la gente tenía que descargar, pasar los tercios al hombro y al otro ladito cargar de nuevo. Los godos quedan frente al arroyo El Macho. La gente tenía una paciencia enorme, llevaba las gallinas, el gato, todo para la comida. Yo como el más chico me ponían las gallinas en el anca del caballo, en lo mejor que íbamos el gallo cantaba (risas)”.

En la casa paterna se velaba a San Juan, cada 24 de junio.

La familia Ávila tenía veranada en Laguna Verde, arriba de la junta del río Chico con el Grande, en el costado este, sitio donde actualmente siguen llevando los animales en tiempo de verano.

“Del puesto a la veranada, depende de cómo venga el arreo, se tardan unos cuatro días y medios, sino cinco-seis días. Los Ávila llevamos más de 100 años en el campo y en la veranada donde estamos. Mi padre fue empleado del chileno Nicanor Letelier, era el ovejero porque estaba a cargo de las ovejas, en la costa del río. Yo era el regalón de Don Nicanor, cuando él ya estaba viejito le cortaba el pelo, lo afeitaba. Fue un hombre que tuvo mucho capital, más de 1.500 vacas, cerca del Paso Pehuenche, en la vega que le llaman de Letelier hacía rodeo, llevaba más de 1.000 a ese lugar y las otras las tenía en el puesto Latino” agregó don René.

Cumplió con el servicio militar obligatorio en el regimiento del ejército ubicado en la localidad lasherina de Uspallata.

“La cédula para presentarme me llegó a una oficina del correo que funcionaba en Bardas Blancas. Yo no conocía el pueblo de Malargüe, que entonces era chiquito, la gente tomaba agua de las acequias. Para ir a revisación médica nos llevaron en un camión de un señor Morganti, que vivía en El Manzano. Cuando me llamaron para incorporarme me fui solo a Mendoza. Llegué a la terminal y me encontré con una bulla de gente que nunca hacía escuchado ¡Me volví loco! (risas). Como me habían dicho que cualquier cosa tenía que tratar de encontrar un policía y preguntarle, así hice. El policía que ubiqué me explicó todo y me fui caminando hasta la parada del colectivo que iba a Uspallata. Yo andaba vestido con ropa de campo, bombacha, pañuelo al cuello, sobrero, la gente pasaba y me miraba. En eso se me acercó un muchacho que me preguntó de dónde era, le dije que de Malargüe y él me respondió que también era de aquí y le tocaba el servicio en Uspallata. Desde eso momento somos amigos, él se llama Osvaldo Ferrada. Estuve más de un año incorporado”, recordó el hombre.

Al regresar de Uspallata volvió al puesto paterno, donde permanece hasta el día de hoy, aunque trabajó por espacios de algunos meses en el proyecto de extracción de petróleo que supo emprender en su momento Industrias Grassi en Palauco.

Se casó, a la edad de 43 años, con María Yolanda Estay, de Las chacras del río Grande, cuando ella tenía 25 años. La mujer es hija de Graciela Rosa Forquera y José Manuel Estay.

Don René y doña Yolanda tiene cuatro hijos: Aldo, Micaela, Claudia y Leonardo Flavio, quienes les han dado ocho nietos: Nahuel, Mailén, Candela, Tatiana, Bastián, Venicio, Alén y Yoselín. Los hijos varones los acompañan en el trabajo del puesto.

“El trabajo de campo es muy sacrificado y la ganancia es poca. Este año la sequía hizo que casi no hubiera crianza. Mucha gente se equivoca cuando dice que la juventud no quiere estar en el campo porque no le gusta o que no es capaz. Al contrario, nadie que se haya criado en un puesto quiere abandonarlo, pero no hay recompensa, cuando no es una cosa es la otra, que el puma, el zorro, lo que uno tiene no vale nada y todo aumenta” expresó con sabiduría don Ávila cuando la conversación llegaba a su final.

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