Hoy es el día de la madre en Argentina, y, en el marco del mes de la familia transitamos, además, la semana de la concientización de la inclusión de las personas con discapacidad en la sociedad, por eso hablamos con Silvia y su esposo Pablo Franco con el fin de conocer una historia de amor que tiene que ver con estos festejos, tal como ellos mismos nos pidieron “no para vanagloriar”, sino con el objetivo que otras personas puedan sentirse inspiradas a escuchar los llamados que Dios hace en determinados momentos de la vida a cumplir una tarea, una vocación.
Muchos consideran que el Altísimo solo llama a algunas personas para servirle en el sacerdocio o en una vida religiosa consagrada, pero también lo hace, desde el punto de vista del creyente, a cumplir el deber de estado, en el sentido de practicar la caridad o amor fraterno sobrenatural en el lugar que se encuentre, cumpliendo un rol en la sociedad, ya sea como madre, padre, hijo, en el trabajo, la profesión y demás situaciones donde cada uno interactúe.
Aclaramos, esta no es una nota de carácter religioso, aunque sus protagonistas nos hayan permitido escribirla bajo los parámetros de la fe, sino que busca rescatar una experiencia de vida cargada de amor al prójimo, para esta sección de diario digital Ser y Hacer que hemos denominado “gente de mi pueblo”, que busca poner en valor vidas que ocurren en Malargüe y que muchas veces permanecen ocultas. Sin más preámbulo vamos a la historia.

“Lo nuestro es un humilde testimonio que cuando se deja que Dios trabaje en uno se pueden lograr las cosas inexplicables desde las fortalezas que se considera tener, pero que después se da cuenta que Él te prepara y te va dando las fuerzas y la visión para cumplir con la misión que te tiene preparada” comentó Silvia en el inicio de la conversación.
Los Franco, que tienen 44 años de casados, son oriundos de Rivadavia, Mendoza, donde de niños eran vecinos. Cuando Silvia tenía 13 años y Pablo 17 comenzaron un noviazgo de los típicos de adolescencia, que cinco años y medio después terminaría en el altar. Fruto de ese amor nacerían Cecilia, Sarita (que falleció cuando tenía un año y medio) y Horacio.

El 8 de enero de 1983 Pablo, Silvia y Cecilia llegaron a Malargüe por razones de trabajo. Ingresando el hombre en Fábrica Grassi, luego en la petrolera Astraford y más tarde en Tecnicagua, donde permaneció, aunque la empresa fue cambiando de nombre, hasta principio de 2009, cuando se jubiló. Al llegar Silvia estaba embaraza de Sarita. Horacio nació en nuestro departamento.

Al año de vivir aquí fueron favorecidos en el sorteo de una casa en barrio Ampliación Rufino Ortega, donde residen actualmente, y lo consideran una “bendición”, pues fue el motivo para “echar raíces” en nuestro suelo malargüino.
Silvia, aunque pudo ser madre de tres hijos, sentía el deseo de adoptar a un niño. Cecilia se casó y se radicó en Comodoro Rivadavia. Al partir su hijo más chico, con 23 años, a trabajar al sur de nuestro país y Pablo lo hacía en Tierra del Fuego el deseo se hizo más intenso. El “síndrome del nido vacío” hizo que esa inquietud de ella se hiciera manifiesta cada día más y fue así que se decidió a ir al Juzgado de familia para plantearle a la jueza de ese momento la posibilidad de cuidar a un niño. La responsable de impartir justicia la autorizó a conectarse con los chicos del Hogar del Ángel.

En el hogar de niños conocería a “Mili”, una niña con discapacidad que tenía un año y medio, sin diagnóstico de su enfermedad. Silvia, siempre con el apoyo a la distancia de Pablo, comenzó a llevar a la pequeñita a los médicos, en busca de especialistas que definieran el tipo de discapacidad que tenía. Así fue como, al cabo de un tiempo, el Juzgado les dio la tenencia, luego pasaron a ser familia cuidadora y posteriormente surgió la posibilidad de adopción. Mientras tanto ella seguía yendo al Hogar donde también había una adolescente, Sandra, con quien estrechó vínculos y al cabo de un tiempo también sería otra “hija del corazón”.
“Cómo fue tomar esa decisión de querer ser padres adoptivos cuando los hijos propios ya estaban, como se dice, criados” fue la pregunta que surgió al conocer este aspecto de la vida de este matrimonio que eligió a Malargüe para siempre. Pablo responde “creo que es la mano de Dios la que te guía y vos sos un instrumento. Nosotros les preguntamos a nuestros hijos. Recuerdo que cuando Cecilia conoció a Mili le dijo a Silvia que ella era la que más la necesitaba”.

“Cuando pudimos adoptar, la ley nos posibilito que la nena pudiera tener la obra social que yo contaba en ese momento y comenzamos a ver especialistas. Primero se determinó que no veía, después que no escuchaba, una otorrinolaringóloga le sacó unos tapones de cera que tenía en los oídos. Recuerdo que estábamos en la cola de un supermercado en San Rafael cuando la nena empezó a balbucear y cantar, fue tal la emoción que empezamos a gritar ¡escucha, escucha! y llorábamos de la emoción. La gente nos veía y no entendía nada” recordó el hombre.
Haber adoptado a una niña con discapacidad llevó a conocidos y amigos, e incluso algunos familiares, que cuestionaran esa decisión, sin embargo, ellos no dieron un paso atrás y hoy sus vidas giran en torno a Mili, el resto de sus hijos y cinco nietos.

“No nos gusta hacer alarde de lo que hicimos y hacemos, simplemente estamos hablando con vos para dar nuestro testimonio desde el punto de vista de la fe. Cuando lo hijos crecen y se van siguen teniendo los mismos peligros que cuando son más chicos, o quizás más. Eso a mí me asustaba mucho y la Madre Teresa de Calcuta me inspiró el deseo que se los entregara a Dios para que los cuidara y yo cuidara, acá, a quien lo necesitara y no me puso una persona, me puso dos (risas). Yo tenía el deseo, pero el tener la aprobación de mi esposo también es obra de Dios porque no siempre se puede llegar al acuerdo. Lo que hicimos sabíamos que sería una empresa grande. Fue Dios quien nos suministró los medios, que muchas veces creíamos que era una locura imposible de hacer realidad. Ciegamente le entregué mis hijos mayores a Dios y me dediqué a dar cariño a quienes no tenían una familia. Dios escribe derecho en renglones torcidos” dijo Silvia.
Mili tiene parálisis cerebral con malformaciones en su cerebro, secuelas de desnutrición y de falta de estimulación temprana, la que comenzaría luego de su año y medio de vida.
Los primeros diagnósticos que le dieron los profesionales fueron que Mili no podría vivir más de ocho años. Hoy tiene 17.
Desde que la pequeñita pasó a formar parte de la familia Franco comenzó a ser vista por neurólogos, traumatólogos, otorrinolaringólogos y otros especialistas, tanto en la Ciudad de Mendoza como en Buenos Aires. Recibió en Malargüe tratamientos de rehabilitación y comenzó a ir a la escuela Dr. Juan Maurín Navarro, donde egresó a la edad de 15 años. Desde hace seis años está bajo un tratamiento naturista que le ha permitido sumar muchos logros.

“La vida de ustedes, nos consta por lo que me han comentado algunas personas, gira en torno a Mili, en el sentido que las actividades que hacen las cumplen en función de su adaptación. ¿Cómo es el día a día del proceso de inclusión, hoy tan de moda, pero que considero, a nivel personal, que no es tan fácil de concretar como se quisiera?”, le consultamos a Silvia y ella respondió “pienso que la inclusión primero la tenemos que hacer los padres, incluir a nuestros hijos con discapacidad en nuestras vidas y sobre todo incluirnos nosotros en sus vidas. Es decir, ponernos nosotros en el lugar de ellos. Son seres humanos que tienen las mismas necesidades básicas que todos, solo que no lo pueden expresar. Hay que mostrarlos, sacarlos, estimularlos, que hagan una vida normal, que el mundo se acostumbre a ver una persona con discapacidad. La inclusión comienza por la aceptación de los mismos padres, tarea que es difícil porque uno tiene expectativas sobre los hijos, pero los padres tenemos que caminar al paso de los hijos, tengan o no discapacidad. No crearse expectativas sobre ellos”.
Pablo acota “si a nosotros nos invitan a algún lado, un cumpleaños por ejemplo, antes preguntamos si hay espacio para instalar el corralito, que es desmontable, para que Mili no esté todo el tiempo sentada en su silla. Si no, vamos un ratito y nos volvemos, si no hay lugar ni para la silla directamente no vamos y está todo bien. Nosotros no tenemos prejuicios ni nos ofendemos. Cada vez que viajamos a Mendoza parecemos los Beverly ricos porque cargamos de todo en la camioneta (risas) para que ella esté cómoda”.
Mili desde hace un tiempo no quiere viajar en el asiento trasero de la camioneta de sus padres, por su edad ya lo puede hacer en el delantero, por lo que su familia le ha diseñado el asiento de acompañante del conductor especialmente para que no corra peligro. Es de buen comer y, pese a que no habla, se hace entender. Como toda joven tiene su carácter. Hay días que amanece con ganas de caminar y sale con su andador a dar vueltas a la manzana, otras que lo hace algunos pasos y se regresa para estar en su corralito donde puede ya pararse por sí sola, algo inimaginable con los primeros diagnósticos que tuvo.

Cuando la charla iba llegando a su fin cuando Silvia reflexionó “me da la impresión que muchas veces nos estamos deshumanizando, muchas veces les damos más cariño y atención a una mascota que a un niño que necesita una familia. Es cierto que no podemos comparar un ser humano con un animal, pero viendo la grandeza que Dios le ha dado al humano deberíamos valorarlo más porque hay muchas personas que necesitan una familia, y no todos son recién nacidos. Hay muchos niños mayores de tres años que necesitan ser adoptados, algunos judicializados porque sus familias no los pueden tener. Hay muchas personas que no son parejas, tal vez otra solteras o como nosotros, que teníamos 46 y 50 años cuando adoptamos. Cuando uno se lo propone Dios escucha y ayuda. Sé que no todos tenemos la misma misión, que no se puede juzgar a nadie por no querer adoptar, pero si alguien siente ese llamado que lo haga, que no se desanime, siempre encontrará el camino y la guía para llevarlo a cabo”.
“Una persona más, con o sin discapacidad, en la vida de una familia no es un gasto. Nosotros antes teníamos una mutual privada, ahora tenemos PAMI y Dios siempre provee” dice Pablo, al hacer referencia al tema económico, que también es considerado por muchos a la hora de la adopción.
“No hay que tener temor, incluso de recibir a chicos judicializados, porque estoy convencida, en base a hechos, que no hay nada que el amor no pueda curar. El amor sana muchas cicatrices y, sobre todo, las del alma” concluyó Silvia.
Esta historia de amor la cerramos aquí, pero sigue en la vida de los Franco, como en la de tantas otras familias que se abren a la vida y buscan siempre, aún en las adversidades, cumplir con su misión de estado y descubrir la felicidad, esa que Dios regala y para lo que nos puso en este mundo.
Nota de Eduardo Araujo.
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