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Claudia Lépez: una vida entregada a la docencia

Por Verónica Bunsters

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«Ser maestra fue la manera que yo tuve de vivir. El guardapolvo me ha acompañado en casi 35 años, me va a costar mucho desprenderme».

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Cuando me propuse escribir una nota en el Día del Maestro pensé en hacer un homenaje. Llamé entonces a la Delegada de la Dirección General de Escuelas, Fabiana Glatigny, y le pregunté: “Fabi, ¿quién es la maestra en ejercicio más antigua de Malargüe?”. Su respuesta me alegró: Claudia Lépez. A Claudia la conozco desde hace muchos años y le tengo un aprecio sincero. Conmovida, fui a conversar con ella la tarde del martes, sabiendo que estaba a punto de iniciar los trámites de su jubilación.

Claudia comenzó su camino en la docencia en 1992, en una escuela albergue de Batavia, San Luis. En aquel entonces, para llegar debía tomar el tren desde San Rafael, que la dejaba en medio del campo. Recuerda con una sonrisa que muchas veces debió viajar en camión de verduras o en la famosa “zorrita”, una máquina que trasladaba cargas. Tenía apenas 21 años, y la aventura de caminar de madrugada hasta la escuelita, sin luz y en pleno descampado, no la asustaba: “Yo iba chocha, lo vivía con entusiasmo”, dice, y al contarlo se le iluminan los ojos como si volviera a sentir aquella primera emoción de enseñar.

Después de esa experiencia se quedó en San Rafael, donde trabajó en la escuela Francisco Peñasco Aura, un ámbito urbano marginal que la marcó profundamente. En 2001 llegó a Malargüe y se instaló en la escuela José Ranco. Allí vivió un encuentro que recuerda con un cariño especial: la recibió su directora, María Beatriz Rosas, a quien ella llama con ternura “mi Maruja”. Fue Maruja quien le sugirió que, por su formación de maestra jardinera, se hiciera cargo de los primeros grados. Desde entonces, Claudia descubrió en primero y segundo un espacio natural, casi predestinado, donde desplegó la mayor parte de su carrera. “Me encanta trabajar con los más pequeños, porque ahí ves el fruto de tu tarea, ves si lograron alfabetizarse, si tu trabajo dio sus frutos”, cuenta emocionada.

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Su formación es amplia: además de maestra de educación primaria, es maestra jardinera y también trabajó en jardines maternales. Estuvo en el jardín Rincón de Luz y en el jardín Kelkel, experiencias que le dieron la sensibilidad y la paciencia necesarias para acompañar a los más chicos en sus primeros pasos. Esa raíz en la educación inicial, sumada a su paso por jardines maternales, marcó su estilo y le permitió dedicarse casi toda su vida a los primeros grados de primaria, un tramo decisivo en la vida escolar de cada niño.

Pero la vocación de Claudia va más allá de la escuela: también es maestra nacional de danzas folclóricas. “Siempre me gustó enseñar”, cuenta, recordando sus años en el Polivalente de Arte de San Rafael, donde descubrió otra faceta de la docencia. Esa pasión por el folclore completa el retrato de una mujer que hizo de la enseñanza un modo de vivir en todos los ámbitos posibles.

Claudia permaneció 19 años en la escuela José Ranco, luego pasó por la escuela Sargento Baigorria y, desde 2021, dirige la escuela rural Petroleros del Sur, en La Junta. “Ahí me voy a jubilar”, asegura con una mezcla de orgullo y nostalgia. Allí no sólo ejerce como directora y maestra de primer grado: también se involucró de lleno con la comunidad. En los últimos años, junto con su “equipazo”, como ella lo llama, organizaron la Fiesta de la Papa, logrando recaudar fondos para comprar una impresora 3D y televisores para cada aula. “Son cosas que parecen pequeñas, pero para nosotros son muy importantes”, dice con la alegría de quien sabe que cada logro mejora la vida de sus alumnos.

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Cuando le pregunto qué ha significado para ella ser maestra, su voz se quiebra y sus manos se entrelazan sobre la mesa, como buscando sostener la emoción: “Se me hace un nudo en la garganta. Ser maestra ha sido el centro de mi vida, además de ser madre. Gracias a mi trabajo pude criar a mis hijos y darles la posibilidad de estudiar. Soy feliz siendo maestra, en el aula, con los chicos. La escuela es mi segunda familia”.

Su carrera no se limitó al aula: fue coordinadora de CAES, referente de feria de ciencias, trabajó en habilidades sociales, en jardines de infantes, e incluso hoy continúa alfabetizando adultos en el CEBJA. Allí tiene una alumna de 88 años, un desafío que la emociona: “Siento que era lo que me faltaba hacer y me encanta”, confiesa con una sonrisa amplia que transmite orgullo y ternura.

Le pregunto por los cambios en la educación. Claudia reflexiona con serenidad: “Lo que más me preocupa es la pérdida de respeto al docente. Antes los padres transmitían ese amor y respeto por la señorita. Hoy muchas responsabilidades que corresponden a los padres recaen sobre el maestro. Sin embargo, uno siempre busca recursos para que el niño se sienta feliz dentro de la escuela”.

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Antes de despedirnos le pido un mensaje para las nuevas maestras: “Ser maestro es estar con el corazón en la mano para brindarle al niño cariño y, desde ahí, aprendizaje. El chico no puede aprender si no se siente feliz. Nosotros no trabajamos con cuadernos, trabajamos con personitas que necesitan amor, contención y valores”.

Claudia sabe que está cerrando un ciclo. Lo vive con emoción, pero también con gratitud: “Ser maestra fue la manera que yo tuve de vivir. El guardapolvo me ha acompañado en casi 35 años, y me va a costar mucho desprenderme. Ser maestra no es sólo enseñar, es aprender todos los días”.

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Mientras me despido, la miro y pienso que en sus palabras se refleja lo que tantas maestras y maestros sienten en silencio: que enseñar es mucho más que transmitir conocimientos, es poner el alma en cada niño. Escucharla me conmovió profundamente, porque vi en ella a todas las docentes que día a día dejan huella en nuestros hijos. En Claudia, Malargüe despide y celebra a una mujer que ha dado su vida a la educación, y yo me siento agradecida de haber podido contar su historia.

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