Por el Dr. Juan Manuel Negro

Nota preliminar
El presente artículo ha sido elaborado lejos de cualquier intencionalidad partidaria o contenido político coyuntural. Su propósito es estrictamente analítico y técnico: reflexionar, desde la mirada de un hombre de derecho y educador, sobre el vínculo entre la confianza social y las instituciones, en particular la educación pública. Se trata de un aporte académico orientado a pensar cómo preservar aquellos espacios que aún conservan legitimidad, más allá de las disputas del momento.

PRESTIGIO PRESTADO EN TIEMPOS POLITICOS
En los últimos años, distintas encuestas han mostrado una fuerte caída de la confianza social en las instituciones políticas argentinas. El Latinobarómetro, con sede en Santiago de Chile, registra de manera constante niveles muy bajos: apenas un 17 % de confianza en los partidos políticos y un 24 % en los parlamentos nacionales. En el mismo sentido, un informe de Poliarquía Consultores (2024) reveló que en Argentina solo el 6 % de la población confía en los partidos políticos, y que el Congreso y la Corte Suprema alcanzan apenas el 11 %.
En el extremo opuesto, las universidades públicas encabezan el ranking de instituciones con mayor prestigio, con un 71 % de confianza, convirtiéndose en un faro dentro de un escenario marcado por la desconfianza.

Algo parecido ocurre en la educación en general. Encuestas realizadas por Argentinos por la Educación (2022) y por el Observatorio Hacer Educación de la UBA (2023) muestran un patrón constante: aunque los argentinos critican el sistema educativo en su conjunto, valoran muy positivamente la tarea concreta de los docentes. Un 90 % de las madres consultadas calificó como buena o muy buena la educación que reciben sus hijos, lo que refleja que el vínculo directo con los educadores sigue siendo un espacio de confianza genuina.
En este contexto, no resulta casual que el reciente veto presidencial a la medida que favorecía a las universidades privadas haya sido celebrado por amplios sectores. Lejos de ser un trámite administrativo, esa decisión fue leída como un gesto en defensa de la universidad pública y de su prestigio social. En otras palabras, reforzó la idea de que, en medio del descrédito hacia la política y las instituciones centrales del Estado, la educación pública sigue siendo un refugio de confianza colectiva.
El contraste es evidente: mientras la política sufre un descrédito creciente, la educación conserva un capital social mucho más sólido. No es extraño, entonces, que los partidos intenten incorporar a sus listas figuras provenientes de ámbitos prestigiosos —docentes, profesionales, líderes religiosos o comunitarios— en busca de un “prestigio prestado”. Pero esta estrategia plantea un riesgo: si la política se limita a apropiarse de la reputación de otros, puede terminar contaminando también esos pocos espacios que todavía gozan de legitimidad social.

Quizás la reflexión de fondo sea otra: que el político ejerza la política con honestidad, que el educador eduque, y que cada institución cumpla su misión sin ser arrastrada a un terreno marcado por la desconfianza.
En definitiva, no alcanza con fortalecer a la universidad pública: la tarea es más amplia y exige cuidar a toda la educación pública, en todos sus niveles. Mantenerla al margen de la disputa partidaria y garantizarle recursos, prestigio y autonomía puede ser una de las claves para preservar la confianza social.
La pregunta que queda abierta es inevitable: ¿seremos capaces de blindar a la educación pública de la lógica de la política partidaria, o terminaremos arrastrándola también al terreno de la desconfianza?

