
3 de octubre Día del Odontólogo. Y en Malargüe, hay una joven odontóloga que vive su profesión como una misión de vida. Su nombre es Ingrid Holzbach, tiene 27 años, y aunque su título ya habla de esfuerzo y dedicación, lo que realmente la define es la pasión con la que se entrega cada día a los niños que atiende.

Para Ingrid, ser odontóloga es mucho más que un logro académico. “Es un orgullo, un sacrificio, todo lo que significó estudiar, encerrarse, renunciar a tantas cosas. Hoy lo vivo como un logro enorme”, confiesa. Y agrega que este Día del Odontólogo es también un homenaje íntimo: su madre y su padre son odontólogos, y seguir sus pasos es para ella una manera de honrar su legado.
No siempre supo que quería dedicarse a la odontología. De chica soñaba con ser maestra o trabajar con animales, siempre vinculada al cuidado y la ternura. Pero fue mirando a sus padres en acción, viajando al campo, atendiendo a familias enteras, aliviando dolores sin pedir nada a cambio, cuando entendió que su camino estaba marcado. “Yo veía cómo ayudaban a la gente y pensaba: qué lindo lo que hacen. Yo también quiero aliviar dolores, cambiar vidas”, recuerda.

Su amor por los niños terminó de darle la respuesta. Ingrid eligió la odontopediatría como una forma de unir su vocación docente con la ciencia. “Los niños me llenan de inocencia y felicidad. Ellos me hacen feliz a mí”, dice con una sonrisa. En su consultorio, cada atención es también un juego, una charla, un pacto de confianza. No es casualidad que muchos pequeños le regalen cartas, pulseritas o, como un niño que la sorprendió hace poco, un puñado de piedritas elegidas una por una para ella.
El mayor desafío, admite, es vencer el miedo. Pero Ingrid lo convierte en oportunidad: en su consultorio se permite llorar, temblar, tener miedo, y poco a poco lo transforma en confianza. “Cuando un niño que llegó con trauma se va feliz y sin miedo, ese es el logro máximo”, dice. Para ella, no hay satisfacción mayor.

En lo personal, la odontología le regaló amistades y, sobre todo, una relación aún más cercana con sus padres. “Ya no eran solo mis papás, eran colegas. Charlábamos casos, discutíamos tratamientos. Eso fue hermoso”, cuenta con ternura. En lo profesional, se siente reconocida por la comunidad, incluso antes de terminar su especialización, y valora haber encendido una pequeña chispa de conciencia sobre la salud bucal infantil.
No todas las experiencias fueron fáciles. Una de las que más la marcaron fue atender a un bebé de apenas un año y medio al que tuvo que extraerle los cuatro dientes de arriba por una derivación tardía. “Me destruyó el corazón, porque un buen odontólogo está para cuidar dientes, no para sacarlos. Fue doloroso, pero me enseñó que la prevención tiene que empezar desde el primer diente”, relata con voz firme.

Su sueño es seguir creciendo, tener un consultorio aún más preparado para los niños, y sobre todo generar un cambio profundo en la sociedad: que la salud bucal se valore desde la infancia, que se visite al odontólogo no solo por dolor sino por prevención. “Es un trabajo de toda la familia, de toda la comunidad. La prevención es antes que la cura”, insiste.
Hoy, Ingrid vive con orgullo cada paso dado. Disfruta ver a sus pequeños pacientes reír sin miedo, a los padres aprender nuevos hábitos, a la comunidad empezar a cambiar. Y cuando se mira en retrospectiva, se repite aquella frase que escuchó alguna vez en Disney y que marcó su camino: “If you can dream it, you can do it”.

“Si puedes soñarlo, puedes hacerlo.”
Ingrid soñó con un propósito y hoy lo cumple cada día, en cada sonrisa sana que devuelve a un niño.

