
Octubre llega teñido de rosa y, en Malargüe, ese color toma la forma de Valeria Moya. La encuentro con una serenidad que desarma. Habla bajito, segura, con la certeza de quien atravesó la tormenta y aprendió a leer el cielo. Su historia es la de una mujer que pasó por un cáncer de mama y eligió convertir el dolor en servicio: prevención, acompañamiento y una militancia amorosa por los cascos fríos para que las pacientes puedan transitar la quimio con el pelo intacto.

“Para mí fue una gracia de Dios”, me dice de entrada. No lo dice como consigna: lo cree con el cuerpo entero. Al terminar su tratamiento la esperaban con un cartel que decía que había sido “la que más fe demostró”. Ella sonríe al recordarlo. “Yo siento que Dios me fue preparando para ese momento y me dio las herramientas para atravesarlo”.
Cuando le pregunto por el diagnóstico, se queda en silencio unos segundos antes de hablar. “Es como entrar en un pasillo negro, como en una película: vas sin ver a dónde”, me dice.
Cuando Valeria recuerda el primer control, su voz cambia. “En el diagnóstico del 2022 ya decía BI-RADS 2 y BI-RADS 3”, me cuenta. “Yo ya había leído qué significaban esos números y sabía que algo no estaba bien. Por eso fui a mi ginecólogo acá en Malargüe y le dije: ‘Acá vengo con mi cáncer’. Pero él me respondió que estaba descartado”. Se quedó tranquila, confiando en esa palabra médica, hasta que un año después la realidad la golpeó. “Ahí entendí que tenemos que aprender a leer nuestros estudios y a no conformarnos con una sola opinión y ante la menor duda consultar a un mastólogo. Si yo hubiera insistido antes, tal vez el tratamiento habría sido más simple.”

En septiembre de 2023 se hizo su control anual en IDM. Allí, la imaginóloga le encendió una alarma: en los estudios del año anterior ya figuraban hallazgos que podían ser sospechosos. En su momento, su médico le había dicho que estaba todo descartado, pero esta vez fue diferente: la subieron al Centro Oncológico y allí comenzó otro capítulo.
El 6 de noviembre, fecha que nunca olvida, recibió el resultado por WhatsApp. “Lo imprimí y empecé a leer. En la segunda hoja vi la palabra ‘carcinoma’. Ahí lloré. Llamé a mi marido y le dije: ‘Tengo cáncer’”. En esa hoja, además, descubrió que no era un solo tumor: “Tenía dos cánceres en la misma mama: uno in situ y otro invasivo”. Lo primero que apareció fue el miedo: miedo a morir, miedo a dejar a sus hijos. Y sin embargo, entre lágrimas, también se aferró a una decisión: “No sabía si iba a salir, pero me propuse vivir el tratamiento de la mejor manera posible”.




El camino no fue fácil. Hubo días de náuseas, vómitos y dolores que la dejaron quebrada. Una vez creyó que no iba a resistir más. “Me miré al espejo y me vi demacrada. Pensé que esto me iba a matar. Y sin embargo, en medio de esa desesperación agradecí algo mínimo: que todavía podía llegar sola al baño y lavarme los dientes. Desde ahí me levanté”. Fue ese gesto de gratitud el que la sostuvo.
Pero sobre todo, fue la fe la que la mantuvo de pie. Hizo novenas, rezó pidiendo primero que no fuera cáncer, después que no sufriera, y finalmente se entregó a la voluntad de Dios: “Hágase tu voluntad, dame fuerza”. Hubo momentos de oscuridad en los que sintió que Dios la había abandonado: “Fue durísimo, pensé que me iba a morir”. Pero siempre, después de cada caída, encontró en la fe un refugio para levantarse. “Yo me hice esclava de María —dice—. Y creo que eso fue lo que me dio alegría en medio del dolor. Cuidé mi alma tanto como mi cuerpo”.
Me cuenta que su relación con el cuerpo cambió. Nunca había sido de complejos, pero perder las cejas y pestañas fue un golpe fuerte. “El cuero cabelludo duele cuando se cae el pelo”, dice. Aprendió a maquillarse, a cuidarse la piel, a atender detalles que nadie te explica: uñas frágiles, manchas, ausencia de vello en la nariz que hasta hace doler al respirar. Subió de peso, después ajustó la dieta, y por prevención le extirparon los ovarios. Aprendió también que el humor es un aliado: “A veces nos reíamos en grupo de las que nos hacíamos quimio de lo que nos pasaba, y eso alivió mucho”.

La red de apoyo fue vital. Su marido, sus hijos, su madre, sus amigas, los médicos que la escucharon. Y también esa comunidad de mujeres que se arman entre sí cuando la quimio golpea. “Ahí conocí a las chicas de Quimio con Pelo. Ellas me ayudaron muchísimo”. Me cuenta cómo funciona: cascos de gel que se enfrían en freezer, que se colocan antes y durante la quimio para congelar el folículo piloso y así reducir la caída del cabello. No evita la pérdida de cejas o pestañas, pero sí el impacto visible de la calvicie. “La lástima lastima —me repite con firmeza la palabras dichas por su querido doctor Ochipintti—. Poder conservar el pelo te da dignidad”.
La historia de esos cascos también la emociona. Fue Paula Estrada, una mujer de Buenos Aires con cáncer, quien los ideó de manera casera con geles fríos de farmacia. Luego Eugenia Ragusa los trajo a San Rafael y armó la red solidaria «Quimio con pelo» . Hoy funcionan en la Zona Sur de Mendoza con freezers, logística comunitaria y una cadena de confianza. “Yo formo parte de la gerencia —dice Valeria—. Presto cascos en Malargüe y sé que ayudan mucho”.




Hablar de prevención la enciende. “No hay cáncer silencioso. Cualquier cáncer viene de antes, por eso hay que mirarse, hacerse controles, leer los informes y consultar con especialistas”. Insiste en que un mastólogo existe y que no hay que quedarse solo con la palabra de un ginecólogo o un clínico. Y subraya algo más: que el cáncer no debe ser un secreto. “Antes se decía: ‘tiene cáncer, no digas nada’. ¿Por qué? Hablar ayuda. Yo lo fui contando en Facebook y muchas mujeres llegaron a tiempo gracias a eso”.
Su voz, en esas publicaciones, empezó a convertirse en referente. En un Malargüe donde todavía parecía que del cáncer no se habla o se habla bajito, Valeria eligió hablar en voz alta. En sus redes comparte información, experiencias, consejos y, sobre todo, esperanza. “Somos más las que nos sanamos que las que no, pero nos impactan tanto las pérdidas que creemos lo contrario”, dice convencida. Su testimonio es hoy un faro para muchas.

Hoy mira la vida con otra perspectiva. Antes viajaba con valijas enormes; ahora sale con un neceser y un labial. Antes se preocupaba por el desorden de la casa; ahora relativiza. “Me cambió la escala de prioridades. Aprendí a agradecer”. Y cuando busca resumir su camino en una palabra, no duda: “Gracias”.
Ese agradecimiento no es ingenuo. Viene después del dolor, del miedo y de haber atravesado la enfermedad con fe y compañía. Octubre rosa, para ella, no es un mes de campaña: es un recordatorio diario. “Yo pasé por esto y tengo mucho para decirles: háganse los controles, pregunten, no se queden tranquilas. Y si necesitan los cascos, llamen. Para eso estamos”.


