
“Mi sueño es ver a mi hija caminar. Sé que Dios me lo va a cumplir.”

Por las calles de Malargüe, hay una imagen que muchos reconocen con ternura y respeto. Es la de María Lobos, siempre sonriente, empujando la silla de ruedas de su hija Cecilia. Madre e hija recorren juntas avenidas, plazas y veredas, compartiendo ese lazo invisible y fuerte que solo el amor puede sostener. Quienes las ven pasar saben que detrás de esa rutina cotidiana se esconde una historia de fe, esfuerzo y una alegría que no se apaga.

María nació en San Rafael, hace ya sesenta y cinco años. “Somos trillizas”, cuenta con orgullo, “tres hermanitas que cumplimos los años el mismo día” dice con una sonrisa. Creció junto a su madre, sin haber conocido a su padre, y desde muy chica aprendió el valor del trabajo. “Tuvimos una vida linda —dice—, trabajamos desde pequeñas y eso nos enseñó a salir adelante.”
En 1970, se casó y se mudó a Malargüe, donde comenzó a escribir la historia de su familia. “Formé mi hogar acá, tengo tres hermosos hijos que son mi orgullo: Walter Jesús, Esteban Miguel y mi princesa, Cecilia Elizabeth.”

Habla de ellos con una ternura que ilumina su rostro. Walter, el mayor, la acompaña siempre con mensajes y atenciones diarias. Esteban, el segundo, vive con ella y es su apoyo constante. Y luego está Cecilia, la niña que cambió su vida para siempre, aquella a quien María llama “mi sol” y “mi ángel”.

Cecilia nació con un retraso psicomotriz. Cuando los médicos le dieron el diagnóstico, el mundo pareció detenerse. “Te duele —recuerda María—. Pero lo único que le pregunté al doctor fue: ¿qué tengo que hacer?”.
Los pronósticos no eran alentadores: le dijeron que su hija no podría moverse, que pasaría su vida en una cama. Pero María no se resignó. “Gracias a Dios, a las rehabilitaciones y al apoyo que recibimos acá en Malargüe, hoy mi hija camina con un andador. Los médicos no pueden creerlo.”
En su voz no hay reproche ni lamento. Solo gratitud. Habla de los años de tratamientos, de los viajes tres veces por semana al hospital Notti, de las terapias que no existían en aquel entonces en Malargüe. “Yo viajaba con un sándwich y nada más. Pero Cecilia tenía su turno y tenía que estar. Saliera el sol por donde saliera.”
Durante esos años difíciles, su marido enfrentó su propia batalla: la diabetes le quitó las piernas y lo obligó a usar una silla de ruedas durante siete años. “Tenía que andar con él y con la nena, y los otros dos chicos. Iba al médico con uno, volvía, salía con el otro. Pero nunca dejé que Cecilia faltara a su terapia.”
Y en medio de esa montaña de desafíos, María nunca perdió la sonrisa. Todos en Malargüe la conocen por eso: su andar sereno, su fe inquebrantable, esa luz que la acompaña.
“¿El secreto?”, dice, con una paz que conmueve. “La fe. La fe en Dios y no bajar los brazos. Todos los días le pido que me ilumine y que ilumine a mis hijos.”
Aunque no asiste regularmente a una iglesia, su espiritualidad se expresa en los gestos cotidianos. Tiene en su cuello una imagen de la Virgen de Guadalupe, a la que reza cada mañana. “Es mi forma de hablar con Dios —cuenta—. Le agradezco que mis hijos estén bien y que ella, mi Ceci, siga mejorando.”

María dejó su trabajo en el hospital de Malargüe cuando Cecilia necesitó mayor dedicación. Hoy sostiene su hogar con sus manos y su oficio: es costurera. En una habitación de su casa, entre telas y máquinas, cose guardapolvos, y también lava acolchados, frazadas, cortinas, forros de sillones. “Lo hago para afuera, para quien necesite. Porque económicamente no alcanza, así que trabajo todo lo que puedo.”

Mientras conversa, sueña en voz alta con ampliar su taller de costura y conseguir para lavar encargos de hoteles o instituciones. “Me gustaría mucho trabajar con ellos, lavar sábanas, manteles, cortinas… Lo puedo hacer todo. Solo necesito oportunidades.”
Aun así, su clientela crece con el boca a boca, gracias a la confianza que inspira su nombre.
Y aunque su vida gira en torno a las rutinas de la casa, la costura y las terapias de su hija, nunca se olvida de soñar. “Mi sueño —dice, mirando a Cecilia— es verla caminar sola. No importa su problema. Ese es mi sueño, y sé que Dios me lo va a cumplir.”
Cecilia, entretanto, avanza con paso firme hacia ese deseo. Asiste al Centro de Día Recrear, participa en los talleres de Superarte, hace pintura y manualidades. María la acompaña siempre, alentándola, impulsándola, sosteniendo su andador y su esperanza. “Yo no me dejo estar. Le sigo dando, todos los días, pasito a pasito.”
Ese “pasito a pasito” es casi una filosofía de vida. Porque en cada uno de ellos se esconde la paciencia, la fe y el amor que definen a esta madre.
Para María, ser mamá es “una bendición que te manda Dios”. Habla con dulzura de cada nacimiento, de esa emoción única que se renueva con cada hijo. “Ser madre es algo muy especial —dice—. Te llena el alma, te bendice.”

Al final de la charla, cuando se le pregunta qué mensaje quiere dejar a las madres en su día, responde sin dudar:
“Que pasen un hermoso Día de la Madre con sus hijos. Y a las mamás que tienen chicos especiales, que les mando un abrazo muy fuerte. Que sepan que tienen un ángel, una bendición. Y que no hay que bajar los brazos. Nunca.”
En Malargüe, su figura se ha vuelto símbolo de fortaleza y ternura. María y Cecilia son una postal cotidiana de amor incondicional: la madre que empuja, la hija que sonríe, las dos avanzando juntas por la vida.

En este Día de la Madre, celebramos a todas las mujeres que, como María Lobos, hacen del amor su motor y de la fe su refugio.
A esas madres que se levantan cada día con esperanza, que transforman las dificultades en abrazos, que encuentran en la sonrisa de sus hijos la razón para seguir andando.
Porque ser madre, en Malargüe y en cualquier rincón del mundo, es eso: caminar pasito a pasito, con el corazón lleno de amor.










