“Sembramos, sembramos, sembramos… y el Señor se encargará de la cosecha.”

Hoy, 31 de octubre, María Teresita vive su último día en el Colegio Diocesano San José. Se despide con el corazón lleno de gratitud, dejando una huella profunda en cada niño, familia y docente que compartió su camino.

María Teresita habla despacio, con esa cadencia dulce que aún guarda ecos del litoral. Su voz se entrecorta a veces, como si las palabras necesitaran detenerse un instante para no desbordar el corazón. Se jubila, sí, pero no se va: deja una historia sembrada en cada aula, en cada niño, en cada mirada agradecida del Colegio Diocesano San José, donde entregó su vida entera a enseñar y a servir.
“No creo ser merecedora de esto… soy una docente más, de tantas que han dedicado su vida a la educación”, dice, con esa humildad que la define. Pero basta escucharla unos minutos para entender que su paso fue mucho más que el de una maestra: fue el de una constructora silenciosa, una fundadora que puso cimientos con fe y ternura.
Su historia en Malargüe comenzó casi por casualidad, aunque en su mirada se adivina que el destino ya estaba trazado. “Vine por misión, dentro de la Iglesia… y aquí empezó mi historia”. Correntina de Curuzú Cuatiá, llegó al sur con su tonada norteña y un corazón dispuesto a servir. Primero fue preceptora, bibliotecaria, secretaria… hasta que un día, el aula la llamó definitivamente.

Recuerda con gratitud a Lucía Baraldi de Ferrada, quien le abrió las puertas a la docencia. “Ella me inspiró profundamente… me dio consejos, certezas, me abrió las puertas a este mundo de la educación”. Fue en la escuela Bustos Dávila, en 1995, donde dio sus primeros pasos como maestra, cuando el sueño de enseñar todavía tenía olor a tiza nueva y madera recién cortada.
Tres años después, en 1998, el Colegio Diocesano San José abría sus puertas y la invitaban a ser parte del plantel fundacional. “Entré el primero de junio, haciéndome cargo del primer grado. Nunca me voy a olvidar de esos 22 hermosos niños con los que inicié mi historia”. Aquella casa sencilla de las Hermanas Carmelitas Misioneras Teresianas se transformó en su hogar educativo. Las ferias del usado, las rifas, los padres, los docentes, todos unidos por un mismo sueño: levantar una escuela donde la educación fuera también un acto de fe.
“Todo lo hicimos a pulmón”, recuerda. Y al decirlo, la palabra “pulmón” suena a comunidad, a manos unidas por algo más grande que uno mismo. Hoy, cuando ve los muros firmes y los patios llenos de risas, sabe que cada ladrillo lleva una historia, un sacrificio y una oración. De 120 alumnos pasaron a casi 500. “La misión de nuestro colegio era ser fieles a Dios, la Patria y la Familia. Ese era nuestro norte”.
En el relato de María Teresita hay una constante: la fe. Su vocación docente y su consagración a Dios son una sola cosa, entrelazadas como las hebras de una misma trama. “Me consagré definitivamente en el 2009, en el orden de vírgenes consagradas. No somos un instituto; somos mujeres que vivimos la consagración en el mundo, sin ser del mundo”. En su caso, ese mundo fue el aula. Allí sirvió, educó y acompañó. “Le he dado al colegio todo. Es donde puedo servir a Dios, en las familias, en los niños, en los docentes”.
Aunque nació en Corrientes, su corazón pertenece a Malargüe. “Mi lugar en el mundo es Malargüe. Encontré gente maravillosa, de corazón abierto, dispuesta a ayudar… amo Malargüe, no me iría nunca de aquí”. Lo dice con una sonrisa que mezcla orgullo y ternura. Malargüe fue su tierra de misión, pero también su casa, su familia elegida.

Cuando le pregunto por las emociones que la atraviesan al llegar este momento, guarda silencio unos segundos. Luego dice: “Gratitud… creo que es el sentimiento que hay que tener”. Agradece a quienes le confiaron a sus primeros alumnos, a las familias que apostaron por el proyecto, a sus colegas, a los niños que fueron su razón de ser. “Nosotros solo sembramos… y el Señor se encargará de la cosecha”.
También habla de tranquilidad, de saber que la misión está cumplida. “Ya no estaré dentro del colegio, pero sí acompañando de otra manera”. Y de nostalgia, porque la rutina de enseñar fue también una forma de rezar con el alma. “Uno fue parte de todo eso… y ya no va a estar más. Pero hay que entender que las etapas empiezan y terminan”.

Antes de despedirse, mira hacia atrás con ternura. “A esa joven que empezó hace tantos años le diría: ‘Qué lindo, Teresita, que te pusiste en manos de Dios y que él hizo lo que quiso’”. Y cuando le pido una palabra que defina este momento de su vida, sonríe apenas: “Esperanza. Porque hay mucho por delante, y estoy atenta a lo que Dios me pida ahora”.
Los días previos a su despedida estuvieron llenos de cartas, flores, regalos y abrazos. Padres de sus primeros alumnos volvieron a saludarla. Colegas jubiladas se acercaron para decirle gracias. Cada gesto fue una semilla más en esa siembra silenciosa que ella dejó en el corazón de la comunidad educativa.
María Teresita se va, pero queriendo quedarse. Deja tras de sí un eco que seguirá resonando en los pasillos del colegio, en las oraciones de los niños, en cada maestra que entra al aula con una sonrisa. Y cuando el silencio del recreo la encuentre lejos de esas voces, sabrá que su misión sigue viva, latiendo en cada rincón donde una docente enseñe con amor.






 
                                    