

“Yo vengo del campo, del medio de la nada, y sin embargo pude competir de igual a igual con profesionales de hospitales inmensos”.

La mañana que me enteré de Rodrigo Barro, lo primero que sentí fue orgullo. Orgullo por él, por su historia, pero también por Malargüe y por todos esos jóvenes que, como él, nacen lejos de todo y aun así encuentran la manera de llegar lejos. Rodrigo tiene apenas 29 años, pero carga con una madurez que no muchos alcanzan tan temprano. Quizás sea por su origen, por sus años de estudio lejos de casa o por ese impulso silencioso que tienen quienes se acostumbraron desde chicos a esforzarse sin prisa, pero sin pausa.
“Mi nombre es Rodrigo Barro, soy oriundo del puesto Agua de Díaz, en el sur de Malargüe”, dijo al iniciar, con esa sencillez que solo tienen quienes recuerdan de dónde vienen. Creció entre distancias largas y silencios rurales, cursó la primaria en el oeste pampeano y la secundaria en el Instituto Secundario Malargüe. Desde entonces —aunque él no se detiene a remarcarlo— ya cargaba con una convicción firme: estudiar, avanzar, apostar al futuro.

En 2014 se mudó a Mendoza para hacer el preuniversitario que lo habilitaría a rendir medicina en la Universidad Nacional de Cuyo. Habla de ese año como quien recuerda un entrenamiento intenso: exigente, formador, decisivo. En 2015 ingresó a Medicina y en 2021 se recibió. Hoy es residente de Clínica Médica en el Hospital Del Carmen en Godoy Cruz, uno de los centros asistenciales más importantes de la provincia.
Al narrarlo, no suena a hazaña. Pero lo es. Cada paso le costó horas de estudio, renuncias y una persistencia casi férrea. Y lo cuenta sin drama, sin épica, como si fuera simplemente lo que había que hacer.
Un trabajo de investigación que llegó lejos
Este año, Rodrigo y un compañero de residencia fueron al Congreso de la Sociedad Argentina de Medicina, realizado en la Universidad Católica de Buenos Aires, en Puerto Madero. Allí, más de 1300 médicos —entre residentes y especialistas de todo el país— presentaron investigaciones, casos clínicos y trabajos científicos.

Rodrigo eligió llevar un trabajo de infectología basado en pacientes internados en su hospital, un centro de referencia provincial donde llegan derivaciones de todo Mendoza: Malargüe, San Rafael, Alvear, el Este y el Norte. Esa diversidad fue la base para estudiar dos años completos de neumonía adquirida en la comunidad, analizando características de los pacientes, los gérmenes involucrados y la eficacia de los tratamientos aplicados.
El objetivo, explicó, era simple y enorme a la vez: “Conocer bien nuestra población para brindar tratamientos óptimos, reducir días de internación y disminuir el costo sanitario”.
No tenían grandes equipos detrás, ni departamentos de estadística con profesionales dedicados exclusivamente a investigar. Apenas dos residentes, recursos escasos y mucho trabajo hecho “a pulso”, como él mismo dice. Sin embargo, compitieron contra hospitales privados de altísimo nivel como el Italiano o el Austral. Y ganaron.

“No lo pensamos —confesó—, pero ganamos el premio de nuestra categoría, que era la vinculada a medicina comunitaria”.
Ese reconocimiento los llevó a una segunda instancia: competir entre los 17 mejores trabajos del congreso ante un jurado internacional. Allí no lograron el premio mayor, pero estuvieron entre los mejores diecisiete de mil trescientos. “Para nosotros eso ya era un logro inmenso”, reconoció.
Lo dice sin exageración, sin triunfalismo. Lo dice con la honestidad de quien sabe que el valor real está en haber llegado ahí, en haberse animado, en haber competido codo a codo con profesionales con realidades muy distintas.
“Independientemente de dónde vengas, podés llegar”
Rodrigo vuelve una y otra vez a esa idea: la importancia del esfuerzo. No lo señala como un lema, sino como una verdad aprendida en carne propia. “Yo vengo del campo, del medio de la nada —repite— y sin embargo pude presentar un trabajo entre los mejores en Buenos Aires, junto a gente que tiene otra realidad. Y estuve ahí, par a par”.
Lo escucho y pienso en tantos jóvenes que sienten que no pueden, que su origen los condiciona, que su historia les queda grande o les queda chica. Rodrigo, sin proponérselo, es un recordatorio de que el futuro no está escrito, que el camino se hace paso a paso, con constancia y con enfoque.

“Siempre digo —aseguró— que hay que animarse a estudiar, a salir un poco del lugar de uno. Por más difícil que parezca, siempre hay alguien que te va a decir que no se puede. A mí me lo dijeron muchas veces. Pero hay que intentarlo, y ponerle todo el esfuerzo posible”.
Mientras lo escuchaba, entendí que su logro no es solo haber llegado al Congreso de la SAM, ni haber obtenido un premio nacional. Su verdadero aporte es mostrar que los malargüinos pueden estar en los lugares más prestigiosos de la ciencia, que desde una secundaria local, desde una vida sencilla, desde un puesto del sur profundo, se puede alcanzar cualquier meta.
Rodrigo habla con calma, sin querer demostrar nada, pero lo demuestra todo. Su historia es una invitación para quienes sueñan y dudan; un guiño para quienes sienten que su camino es más difícil; una señal clara de que el esfuerzo transforma vidas.
Y también —para todos nosotros— un recordatorio necesario: hay jóvenes que, mientras algunos los subestiman, están construyendo silenciosamente el futuro que un día nos podrá salvar.
NR: Agradecemos a Miqueas Barro, hermano de Rodrigo, haber facilitado esta entrevista.









