

“Lo que hago es rescatar lo que existe, lo que veo… para que en unos años alguien pueda mirar estas fotos y decir: ‘Mirá cómo era antes’.”

Entrar en el mundo de Rolando Poblete es entrar, sin proponérselo, a una forma de mirar. No hablo de la mirada técnica del fotógrafo —aunque la tiene y la domina—, sino de una sensibilidad que se ha ido templando entre raíces familiares, caminos de campo y años de observar en silencio. Cuando habla, su tono no es el de alguien que solo hace fotos: es el de un hombre profundamente enamorado de aquello que lo formó sin que él lo supiera, de una identidad que llega desde la Payunia, desde la infancia de su madre, desde tíos que caían al pueblo con botas y oliendo a campo, desde historias que le contaba su pareja sobre internados y distancias que para él eran inimaginables.
Rolando es, ante todo, un heredero. Y su obra, una forma de volver.
“Yo me dedico a la fotografía hace más de 20 años”, me dijo, casi con humildad, cuando empezamos a conversar. Y enseguida apareció el niño que fue: aquel que veía llegar a los parientes del campo usando sus ropas de trabajo, oliendo a distancia, a caballo, a historias que no se contaban del todo.
Ese impacto, ese misterio, quedó vibrando en él.
Empezó con un hobby, con rollos que se compraban en kioscos y una cámara que exigía pensar cada disparo. Después llegó lo digital, y con ello la posibilidad de equivocarse, de probar, de mirar más. Hizo paisaje, deporte, sociales. Pero algo —ese algo que vuelve siempre a lo esencial— lo llevó al campo.

No fue casual. Su mamá, criada en la Payunia, llevaba ese mundo en la piel. Y su pareja, nacida en la zona de las Chacaras del Río Grande, venía también de esa vida de albergue, familia, trabajo rural y territorio infinito. Cada relato que ella le compartía encendía nuevas preguntas. “Me llamaba mucho la atención su modo de vida”, me confesó.
Las raíces, cuando insisten, no piden permiso: señalan el camino.
Rolando estudió conservación de la naturaleza, turismo, fue docente, guía habilitado. Su formación técnica no es un dato: es parte de su mirada. Sabe leer el territorio como quien lee un libro abierto. Hubo un momento clave: una especialización en fotografía documental en la UBA. Siete meses de entrenamiento del ojo, de aprender a ver lo que se esconde entre lo evidente. “Nos enseñaron a observar… a mirar los detalles y todo lo que rodea a ese detalle”, recuerda.
En paralelo, trabajaba en el Archivo Histórico, filmando la serie Huellas Malargüinas. Cada salida a campo era una oportunidad. Mientras el equipo grababa entrevistas, él disparaba la cámara en silencio. Retrataba al entrevistado, su entorno, “lo que era esa persona y lo que se podía ver”. Su propio archivo empezó a crecer sin que él se diera cuenta.
Rolando no solo registraba: interpretaba. Ahí comenzó a nacer el fotógrafo documental que es hoy.
Cada familia de campo que visitó le dio algo: un gesto, una historia, un mate compartido sin apuro. “La gente de campo es muy buena anfitriona”, repite varias veces. Lo dice con gratitud. Con admiración. Y también con cariño.
Sus fotos tienen ese aire: el de alguien que llega con respeto. Que observa antes de apretar el botón. Que entiende que detrás de cada herramienta, cada lazo, cada bota de potro hay un universo entero, por eso su primera muestra individual, “Sucesores”, hablaba justamente de eso: de cómo las tradiciones se heredan, de cómo el patrimonio intangible pasa de mano en mano, como un fuego que no debe apagarse.
Su nueva muestra —la que presenta a partir del 27 de noviembre— nació de esas mismas búsquedas, pero con un desafío diferente: el blanco y negro.
“Quería trabajar con las texturas”, cuenta. La ausencia de color lo obliga a tallar la fotografía desde otra profundidad: líneas, sombras, bordes, una materialidad que se vuelve casi táctil. “Que se vea en tres dimensiones”, dice. Y lo logra.
Las 21 fotos seleccionadas hablan de eso que no siempre se ve en una veranada o en el trabajo diario: los objetos que sostienen la vida, los utensilios, los gestos que pasan desapercibidos, lo silencioso.
El blanco y negro, en su obra, no es nostalgia: es hondura.
Una imagen en particular resume todo: la de Toño Espinosa, con su cincha que lleva grabado “Malargüe Tierra Gaucha”. El atardecer justo. La luz justa. El gesto justo. “Es muy fuerte esa foto”, me dice. Y lo es. No solo por lo que muestra, sino por lo que evoca: la identidad que se lleva en la espalda.

Rolando se mueve por las casas de campo como quien visita un templo. No habla de técnica, habla de hospitalidad. “La gente del campo es muy buena anfitriona”, repite.
Es un hombre agradecido.
Los gauchos no solo le abrieron sus puertas: le abrieron su mundo.
Y él les devolvió esa confianza transformándolos en memoria visual.

Detrás de cada publicación en redes hay una intención clara: que Malargüe se vea. Que se conozca. Que se valore.
“Siempre cedo mis imágenes, porque creo que es la forma de que Malargüe pueda observarse y llegar más lejos”, explica.
Su trabajo conmueve a quienes vivieron ese mundo y despierta curiosidad en los jóvenes.
A algunos les recuerda a sus abuelos. A otros les trae ganas de volver al campo. “Toco ciertas fibras íntimas”, dice. Y aunque lo dice tranquilo, sabe que ahí reside la potencia de su obra.
Rolando tiene conciencia histórica. Sabe que muchas prácticas rurales están transformándose, que algunos vínculos ya no serán los mismos dentro de treinta o cuarenta años. Por eso fotografía.
“Lo que hago es rescatar lo que existe, lo que veo… para que quede para la posteridad”, repite.
En su manera de decirlo no hay tristeza: hay responsabilidad. Y amor.
Hoy trabaja también en proyectos de transhumancia, en la documentación de la cueca malargüina —un baile único, nacido de un territorio gigante y de fronteras culturales complejas— y sueña con que sus muestras viajen fuera del departamento.
“Si queremos que nos conozcan, tenemos que salir a mostrar lo que somos”, dice. Y tiene razón.
Además, creó un libro fotográfico —por ahora digital— donde cada imagen está acompañada por poesía gauchesca. Un puente entre fotografía y palabra. Entre estética y memoria.
Rolando Poblete es un fotógrafo, sí. Pero sobre todo es un hombre que mira con pertenencia. Que observa con paciencia. Que respeta lo que fotografía.
Un profesional dedicado, obsesivo del detalle, cuidadoso del patrimonio, enamorado de su tierra.
Su obra no solo retrata al hombre de campo: lo honra.
Y en cada cuadro, en cada textura, en cada sombra, se cuela su propio linaje, ese que viene de la Payunia, de su madre, de su pareja, de las familias que lo reciben, de un Malargüe que todavía respira tradición.

Rolando fotografía para que no olvidemos.
Para que miremos.
Para que volvamos.
Y para que, dentro de muchos años, alguien abra uno de sus libros y diga:
“Así era nuestra gente. Así era nuestra tierra. Y qué hermoso haberla tenido.”


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