Por Verónica Bunsters

Quiénes son y qué piensan los mejores egresados de las escuelas secundarias de Malargüe, la generación que empezó en pandemia y egresa mirando al futuro. Historias de esfuerzo, constancia y sueños que crecieron incluso en tiempos difíciles

El origen de esta historia
En un tiempo donde se escucha con frecuencia un coro de voces adultas que repite que la juventud está perdida, desde Ser y Hacer decidimos detenernos y mirar de cerca. No para discutir ese discurso, sino para contradecirlo con hechos.
En lugar de hablar sobre los jóvenes, quisimos escucharlos. Buscar nombres propios, historias reales, recorridos concretos. Así nació esta nota.
Nos propusimos conocer a chicos y chicas de Malargüe que alcanzaron el máximo galardón académico en sus escuelas secundarias: ser los mejores promedios. No para exhibirlos ni colocarlos en un pedestal, sino para comprender qué hay detrás de ese logro. Qué los sostuvo cuando estudiar era difícil. Qué los empujó cuando el cansancio apareció. Qué aprendieron de sí mismos en el proceso. Y cómo atravesaron una secundaria marcada, de manera decisiva, por la pandemia y el encierro.
El modo de llegar a ellos también fue parte de la historia. En algunas escuelas, fueron sus propios compañeros quienes, con orgullo, acercaron los contactos. En otras, especialmente en las rurales y albergues, fueron los directivos quienes hicieron de puente. Cada nombre llegó acompañado de una certeza compartida: estos jóvenes no pasaron desapercibidos en sus comunidades.
Las preguntas fueron las mismas para todos. Preguntas humanas. Sobre el esfuerzo, la constancia, la frustración, la comparación, la familia, los sueños. Queríamos saber qué piensa esta generación sobre estudiar y sostenerse, sobre caerse y seguir.
Esta nota también tiene un destinatario claro: el mundo adulto. Porque mientras muchos repiten que “los jóvenes no se comprometen”, hay chicos y chicas que estudiaron en pandemia, que se organizaron solos, que no bajaron los brazos y que hoy egresan con proyectos y convicciones.
Y tiene, además, otro deseo profundo: que otros jóvenes se vean reflejados. No como modelos inalcanzables, sino como historias posibles. Caminos reales. Pruebas de que el esfuerzo deja huella.

La historia
Esta es la historia de Annette, Aarón, Martina, Morena, Victoria, Abigail, Selene, Marianela, Agustín, Marisol y Ana.
Trayectorias distintas. Jóvenes que egresaron de escuelas secundarias muy diferentes entre sí, pero que compartieron el mismo honor: haber sido destacados como los mejores promedios de sus instituciones.
Muchos comenzaron la secundaria cuando el mundo se cerró. Cuando las clases se volvieron virtuales, los vínculos se suspendieron y la adolescencia se vivió, en gran parte, puertas adentro. Para algunos, primer año fue frente a una pantalla. Para otros, el regreso a la presencialidad implicó reaprender a estar con otros. En todos los casos, hubo algo que se rompió y algo que se reconstruyó.
El encierro no fue solo físico.
Fue emocional.
Fue académico.
Fue social.
Hubo cuadernos abiertos de madrugada, tareas enviadas sin saber si estaban bien, materias que costaban más de lo esperado. Hubo días en los que estudiar significó sentarse igual, aun sin ganas. Y en esos momentos, lejos de los actos y los reconocimientos, se fue gestando lo más importante: la perseverancia.
El esfuerzo, en estas historias, no aparece como una palabra grandilocuente, sino como una práctica cotidiana. Estudiar aunque el cuerpo pidiera descanso. Buscar ayuda cuando algo no se entendía. Volver a intentar. Aprender a organizarse. A confiar. A no abandonar.

Detrás de cada uno hubo alguien que sostuvo.
Una madre que alentó sin exigir.
Un padre que confió.
Un abuelo que sembró valores.
Familias de ciudad y familias del campo.
Familias que hicieron lo posible —y muchas veces lo imposible— para que ellos pudieran estudiar.
En las escuelas rurales, ese acompañamiento adquiere una dimensión especial: estudiar también es una forma de devolver, de honrar el trabajo diario, de abrir caminos que antes parecían lejanos o incluso inimaginables.
Y hay algo que atraviesa todos los relatos y sorprende: ninguno habla desde la competencia. Aunque alcanzaron el máximo reconocimiento académico, no se definen por ganarle a otro. Hablan de superarse, de no compararse, de entender que cada proceso es distinto y que el verdadero logro no siempre se mide con una nota.
La secundaria fue, para ellos, mucho más que una etapa escolar. Fue un puente. Entre la niñez y la adultez. Entre el miedo y la confianza. Entre el encierro y el futuro. Un espacio donde no solo se aprendieron contenidos, sino también a resistir, adaptarse, confiar y crecer.
Hoy miran hacia adelante con proyectos claros: facultades, carreras, nuevas ciudades, nuevos desafíos. No idealizan lo que viene. Saben que será exigente. Pero también saben algo fundamental: ya atravesaron una de las etapas más difíciles de su vida escolar y no se rindieron.
Por eso esta no es una nota sobre promedios.
Es una crónica sobre una generación que eligió creer.
Una generación que empezó la secundaria en el encierro
y hoy egresa con alas propias.

Las voces que sostienen esta historia
Victoria Velázquez, Escuela Nº 4-190 “James Cronin”.
Victoria habla del estudio con una madurez serena. En su camino aparecen la organización, la constancia y la idea de la educación como valor. Nunca desde la presión, siempre desde la convicción. Estudiar, para ella, es una forma de ser fiel a sí misma.

“La educación es una herramienta, una llave y también un privilegio.”
Abigail Correa, Escuela Nº 4-200 “Daniel Eraso”, Ranquil Norte.
En Abigail, el estudio aparece ligado al disfrute y a la unión. Su escuela rural fue familia, refugio y recuerdo. El mejor promedio llegó como una meta cumplida, vivida con alegría.
“Cada vez que entrábamos a la escuela éramos todos como una gran familia.”

Aarón Fernández, Escuela Nº 4-018 “Gral. Manuel Nicolás Savio” (ESTIM).
Aarón piensa la secundaria como formación humana. Para él, los momentos difíciles enseñan, moldean y preparan para la vida. La nota importa, pero no define.

“No se estudia para ser alguien en la vida, sino para ser nuestra mejor versión.”
Martina Romero, Escuela Nº 4-228 “Ing. Eugenio Izsaky”, Técnica Electromecánica.
Martina comenzó primer año en plena virtualidad, en una escuela técnica, sin conocer a sus compañeros. Adaptarse fue su primer desafío. El esfuerzo diario, el segundo. Habla del cansancio sin ocultarlo, pero también del orgullo de haber sostenido.
“Confiar en uno mismo vale la pena, incluso cuando el camino es largo y agotador.”

Anette Zúñiga, Instituto Secundario Malargüe (PS-208).
Anette se propuso metas desde muy chica y trabajó para alcanzarlas. Organizó su camino con disciplina y decisión. En su historia no hay atajos: todo se construye.

“Las cosas no llegan del cielo: uno tiene que ponerse en marcha para lograr lo que sueña.”
Morena Ramírez, Colegio Diocesano San José (PS-164).
Morena encontró en la bandera un símbolo, no una competencia. Reflexiona con claridad sobre la comparación y defiende la idea de superarse a uno mismo.
“La única competencia sana es con la mejor versión de uno mismo.”

Selene Carrasco, Escuela Nº 4-206 “Mapu Mahuida”, Bardas Blancas.
Selene habla desde el campo, desde la gratitud profunda. Estudiar fue una forma de devolver tanto esfuerzo familiar. La escuela le abrió horizontes nuevos.

“La secundaria me dio alas para llegar hasta donde estoy hoy.”
Marianela Milena Montesino Arroyo, Escuela Nº 4-138 “Aborigen Americano”.
En Marianela no hay un quiebre puntual, sino un proceso sostenido. Seguir aun cuando costaba. Organizarse. No bajar los brazos. Llegar y agradecer.
“Aunque fuese difícil, elegí seguir y terminar.”

Agustín Miranda, Escuela Nº 4-191 “Dr. Daniel H. Pierini”, La Junta.
Agustín habla desde la sencillez. Hubo materias difíciles y momentos de duda, pero buscó ayuda y siguió. Ser abanderado fue una sorpresa que llegó como consecuencia.

“Todo aquel que se propone algo es capaz de lograrlo: solo se necesita esfuerzo y dedicación.”
Ana Pavés, Escuela Nº 4-227 “Guadalupe de la Frontera”, Agua Escondida.
Ana aprendió a confiar en sí misma entendiendo que la constancia permite mejorar. Estudiar lejos de su familia fue un desafío, pero también un espacio de crecimiento y vínculos profundos. Vivió el logro como el resultado de un camino sostenido, no como una competencia.
“Confiar en uno mismo y no compararse ayuda muchísimo, porque cada proceso es distinto y todos somos capaces.”

Marisol Espinosa, Escuela Nº 4-205 Embajador “Pablo Neruda”, Carapacho.
Marisol siempre creyó en sí misma, aunque durante mucho tiempo no lo dijera en voz alta. El apoyo de sus docentes y, sobre todo, de su mamá, la impulsaron a esforzarse más y a superarse. El mejor promedio fue la confirmación de que el esfuerzo da frutos.

“Todo se puede en la vida; no es fácil, pero no es imposible, y nadie tiene que apagar las ganas de hacer lo que uno se propone.”
***
Tal vez, dentro de algunos años, estos nombres estén en otros lugares, otras ciudades, otras historias. Pero hay algo que nadie les va a quitar: haber aprendido a sostenerse cuando todo era incierto.
Donde hubo aulas vacías, hoy hay caminos abiertos. Donde hubo encierro, hoy hay vuelo.
Y en ese movimiento silencioso, firme y real, esta generación demuestra que las alas también se construyen.


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