
Una niña fue atropellada en la vereda por una bicicleta en plena Nochebuena. El episodio volvió a poner sobre la mesa una conducta reiterada en Malargüe: bicicletas en tierra de nadie.

En Malargüe hay escenas que se repiten tanto que dejaron de llamar la atención. Bicicletas por la vereda, ciclistas en contramano, cruces en rojo como si las normas fueran una sugerencia y no una obligación. Hasta que un día esa suma de imprudencias deja de ser paisaje cotidiano y se transforma en una historia concreta, con nombre propio y una familia marcada para siempre.
El 24 de diciembre, cerca de las 22.40, Victoria Emilia, de 3 años, jugaba en la vereda de su casa, en el barrio Procrear, sobre calle Sarmiento. Jugaba como juegan los chicos: empujando un cochecito de bebé, ocupando ese espacio que se supone seguro. Según relató su padre, la bicicleta venía tan rápido que no llegó a verla venir. “Solo vi la tierra”, contó. Y después, la escena que ningún padre debería presenciar: su hija tirada unos metros más lejos sobre la vereda.
El impacto fue violento. El adolescente que conducía la bicicleta también cayó, pero a mayor distancia. Victoria quedó golpeada, aturdida. Hoy está fuera de peligro, pero con múltiples hematomas que fueron apareciendo con el correr de las horas y un dolor persistente en la nariz y el ojo, la zona más afectada por el golpe. Duele el cuerpo, pero también duele la imagen que queda grabada.

Cuando la nena se desvaneció, no hubo margen para discusiones ni reproches. El padre hizo lo único que correspondía: la subió de inmediato a la camioneta y la llevó al hospital. Esa familia pasó una noche que debía ser de festejos entre médicos, estudios y la angustia de esperar. Mientras tanto, el joven que manejaba la bicicleta, de unos 15 años, se fue del lugar. En el camino hacia la guardia, la familia volvió a verlo circular a gran velocidad por la ciclovía, en dirección al cementerio. Nadie volvió. Nadie preguntó por la nena.
El hecho quedó asentado en el libro de actas por el policía de guardia, como resguardo ante cualquier complicación posterior o eventual denuncia. Pero más allá de los registros formales, lo que queda es una escena que interpela como comunidad. Porque esto no fue una fatalidad imposible de prever. Fue la consecuencia directa de una conducta que se repite todos los días.

Este episodio es la gota que rebalsó el vaso. No por excepcional, sino por representativo. Todos lo vemos en Malargüe: bicicletas circulando por la vereda, en contramano, cruzando semáforos en rojo, avanzando entre peatones como si el espacio público no tuviera reglas ni límites. Y frente a eso, la pregunta incómoda vuelve a imponerse: ¿de qué nos extrañamos?
Conviene decirlo con claridad, aunque incomode. La bicicleta es un vehículo. No es un peatón con ruedas ni un juego inocente cuando se la usa a alta velocidad en lugares indebidos. Tiene derechos, pero también obligaciones. ¿Qué hace una bicicleta en la vereda? ¿Qué hace en contramano? ¿Qué hace ignorando un semáforo en rojo? Cuando estas conductas se naturalizan, el riesgo deja de ser excepcional y pasa a formar parte de la vida diaria. Y cuando el daño llega, ya no hay sorpresa posible.
Las responsabilidades son compartidas y claras. Los adultos deben educar y supervisar a los menores que circulan en bicicleta. El Estado debe controlar, prevenir y sancionar con presencia real, no solo con normas escritas. Y los ciclistas, como colectivo, deben entender que la convivencia vial no se impone por la fuerza ni la velocidad, sino por el respeto. La libertad de circular termina donde empieza la seguridad del otro.

Este diario no cuestiona la bicicleta como medio de transporte. La defiende como alternativa saludable y sustentable. Lo que se cuestiona es la arrogancia de quienes se creen dueños de la vía pública, la indiferencia frente al daño causado y la ausencia de controles que refuerza esa conducta. Porque cuando nadie pone límites, quienes pagan el precio son siempre los más vulnerables.
La imagen de Victoria empujando su cochecito en la vereda y terminando en el suelo debería alcanzarnos para reaccionar. La vereda no es una ciclovía. El semáforo no es decorativo. La ley no es optativa. La vida ajena no admite excusas. Volvemos, entonces, al inicio: ¿de qué nos extrañamos si algún día iba a pasar? Tal vez de nada. Tal vez ya lo sabíamos. Y justamente por eso, es urgente dejar de mirar para otro lado.


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