Sin los protagonistas de esta historia de vida Ser y Hacer de Malargüe no podría existir, simplemente porque son mis padres. En tiempos de cuarentenas y distanciamiento social por el Coronavirus los elegí para cumplir con ese requisito y no ir a la casa de otros adultos mayores, aunque debo confesar, me costó un poco convencer a mi padre de acceder a la entrevista.
Le pido al lector la licencia de permitirme utilizar las expresiones mi papá, el papi o mi padre y mamá, mami o mi madre cuando cierre las expresiones de cada uno en las líneas que siguen.
José Araujo, al que desde niño su entorno familiar pasó a llamar “Pepe”, nació el 03 de noviembre de 1941 y fue presentado en el registro civil exactamente un mes después. Sus padres Virtudes López y Marcos Celustiano Araujo vivían por entonces en Kilómetro 8, departamento de Guaymallén, Mendoza. El matrimonio además tuvo a otros cuatro hijos Francisco (fallecido), Santos, Juan y Ramón, que lleva por apodo “Nequi”.
“Cuando yo tenía dos años mi padre murió, mi hermano menor tenía unos meses. Mi papá era de Costa de Araujo, Lavalle. Mi madre se fue vivir con todos nosotros a la casa de sus padres, a Medrano, Junín y después mis abuelos compraron una finca en calle Los Sauces y Bahía Blanca de Rodríguez Peña, también en el departamento de Junín. Mi abuela se llamaba Genoveva López y mi abuelo Francisco López. Ellos eran españoles y mi madre también, ella llegó a la Argentina con 14 años y dos años después se casó con mi padre, que era varios años mayor. Mi abuelo había vino a la Argentina solo, en la primera guerra mundial volvió a España y después decidió volverse para acá. Cuando se estableció mandó a buscar a mi abuela, a mi madre y otras dos hijas, mis tías Magdalena y Victoria, después aquí tuvieron otros cuatro hijos: Julia, María, José y Serafín” repasó mi papá.
Como su abuelo se dedicaba a tener grandes extensiones de chacra desde niño, junto a sus tíos y hermanos mayores, tuvo que trabajar en ese ámbito.
“Yo iba a la escuela, Nicolás Rodríguez Peña en la mañana, llegaba, almorzaba algo y me iba a trabajar en la chacra de mi abuelo, que era una persona muy recta. Tenía grandes extensiones de chacra, con 20 o 30 obreros trabajando porque sembraba ajo, cebolla, papas, cebollas, pimientos, tomates y toda variedad de verduras. Se trabajaba de lunes a domingos porque toda la producción la vendía a la ciudad de Mendoza y también la mandaba en tren para las provincia de abajo (hace referencia a San Luis, Córdoba, Santa Fe, Buenos Aires). Unos años antes de morir sembró en su finca cinco hectáreas de viña”, contó mi padre.
El papi es un hombre de muy buen humor y trajo a la memoria una anécdota “mi abuelo también sembraba sandías y melones, junto con mi hermano Nequi nos mandaba a la siesta a cuidar, porque los vecinos entraban a robar. Un día estábamos escondidos atrás de unos árboles y vimos a una mujer que entró a llevarse unas sandías, salimos con mi hermano y le dijimos qué las dejara. Resulta que nosotros estábamos fumando, entonces la mujer nos amenazó y nos dijo si ustedes le dicen a don Francisco que yo me estoy llevando sandías yo le digo que ustedes estaban fumando. Como mi abuelo era muy recto y seguro que nos iba a castigar, la dejamos que se llevara las sandías que quiso (risas). Con mi hermano menor hicimos muchas travesuras (más risas). Otras veces nos tocaba cuidar gallinas a la siesta para que no se cruzaran a una finca de enfrente de la casa de mis a abuelos a comer uva. Mi abuela tenía muchísimas gallinas. Vendía pollos y huevos caseros. Mi abuela cocinaba todo a leña, en un fogón que estaba a la altura de una mesada de las de ahora. La cocina era inmensa, con una mesa larga en el medio porque éramos muchos de familia. Como habían vivido la guerra eran de ahorrar mucho y siempre tener bolsas de harina, azúcar, envasaba de todo, guardaba chorizos en grasa de chancho, porque carneaban cinco o seis en el invierno y hacían jamones, bondiolas, quesos de cerdo, de todo. La comida nunca nos faltó, al contrario. Eso sí, no se tiraba nada y se comía lo que nos ponían en la mesa. En la época de Perón empezó a escasear la harina blanca, vendían una harina negra, parecida al afrechillo que se les daba a los chanchos, en la casa de nosotros, gracias a Dios, nunca faltó harina buena. Mi abuelo era de ahorrar y escondía la plata en tarros, una vez vino un tal Rossi y le prestó para que se comprara 12 hectáreas de viña ¡Cómo será que tenía plata escondida! Al abuelo de la guerra le había quedado como un tic, caminaba dos trancos y miraba para atrás, los mismo que otro hermanos de mi abuela, que se llamaba Serafín, que ellos mandaron a buscar de España”.
En su juventud trabajó junto a un propietario de varias extensiones de fincas, Mario Carón, con quien logró estrechar una gran amistad.
Su madre luego contrajo matrimonio con Miguel Salvador, viudo de su hermana María, que tenía tres hijos: Ana, Juan Carlos (fallecido) y Miguela, a quienes considera hermanos.
Mi madre, Rosaura “Rosa” Martínez, nació en 07 de mayo de 1946, en calle Cura, distrito de Los Barriales, departamento de Junín, Mendoza. Sus padres fueron Margarita San Román y Manuel Martínez Pereyra. Su hermano mayor, Manuel, falleció al nacer. Luego sus padres la tuvieron a ella y más tarde a Eugenia, José y a Manuel Hilario. Mi abuela Margarita tuvo una vida muy dura, ya que a la edad de seis años su madre falleció al dar a luz a su cuarto hijo que también murió en ese momento. Ella tuvo, entonces, que hacer frente a las crianza de dos hermanos menores, Vicenta y Daniel, junto a su padre Juan. Mi abuelo Manuel también quedó huérfano de madre a temprana edad.
“Mi papá trabajaba en las viñas, después entró a vialidad provincial y se jubiló ahí. Yo iba a la escuela Gervasio Posadas, de Los Barriales, y a las 11 años mi papá me sacó para que fuera a trabajar, porque él llegaba de vialidad y tomaba otros trabajos junto a mi mamá y yo, como era la mayor, les tenía que ir ayudar. Cuando cumplí 18 años mi papá se hizo una casa en Rodríguez Peña y nos fuimos a vivir ahí. Hasta que me casé tuve que trabajar en las chacras y en la viña, atar, cosechar…” expresó.
En el primer baile social que asistió mi madre conoció a mi papá, aunque él ya conocía a su familia, pues quien luego sería su suegro criaba gallos riña. Mi padre deseaba tener uno, entonces llegó a un acuerdo, un gallo por dos gallinas de buena raza de las tantas que tenía su abuela, que por supuesto le sacó a escondidas. Tiempo después se presentó el problema, el galló de riña comenzó a mandar en el gallinero y con ello a degenerar la raza de gallinas de doña Genoveva. Resultado, un domingo fue a parar a la olla.
Se sacaron el 18 de junio de 1966. Tras vivir algunos meses en la casa de los padres de mi madre, papá comenzó a trabajar en una finca de viñedos de la firma Carlos Croisier, de Rodríguez Peña, donde naceríamos yo y mi hermano Héctor Raúl (Roli). Más tarde tomarían un contrato de viña, en una propiedad cercana. Allí nació la hija menor, Gabriela.
Las crecientes que en tiempo de verano bajaban por el famoso canal Chimbas e inundaba la finca, más las granizadas y piedras hicieron que lo que pudo ser una gran oportunidad de prosperidad los dejaran casi en la ruina. Así fue como en 1978, a instancia de su hermana Ana, decide venir a Malargüe, “a probar suerte”. Aquí trabajó como changarín en la zona del cargamento de petróleo que estaba en proximidades del barrio Carbometal.
El 18 de abril de ese año llegamos el resto de la familia. Al día siguiente mi padre ingresó a trabajar en la empresa Petrotech, donde permaneció por espacio de ocho años, habiéndolo hecho en algunas temporadas en Comodoro Rivadavía y Luján de Cuyo. Cuando la empresa perdió licitaciones y despidió a su personal, Rosa y Pepe decidieron quedarse aquí, donde ya tenían su casa propia. Tiempo después mi padre ingresó a la municipalidad de Malargüe. Sus últimos años lo hizo como encargado de la huerta municipal, que durante el gobierno de Celso Jaque tuvo gran auge, a tal punto que de allí se sacaba prácticamente el 100% de la verdura y conservas que se utilizaban en los comedores comunitarios. Paralelamente, en horas de tarde o los fines de semana, hacía trabajos de jardinería.
Una vez que se jubiló siguió podando frutales y cuidando jardines, labor que cumplió hasta mediados del año pasado, cuando por razones de salud debió dejar los compromisos que tenía.
Tienen seis nietos: Damián, Darío, Pablo (casado con Carla y un hijo, Bautista), Raúl, Ana y Candela. “Roli” está casado con Olga Vergara y yo con Verónica Bunsters.
“Cuando llegamos a Malargüe fue muy duro porque en Rodríguez Peña teníamos a toda la familia cerca. Aquí solo estaba mi cuñada Ana y su familia y hace algunos años se volvieron a Mendoza. Me costó al principio adaptarme, pero encontré muy buenos vecinos y gente muy buena. En unos días vamos a cumplir 42 años en Malargüe, ya sabemos que de aquí no nos vamos a mover porque lo poco o mucho que tenemos lo pudimos hacer en este lugar y porque aquí también está lo más importante que tenemos, nuestros hijos, las nueras, los nietos y el bisnieto” concluyó mi madre.