Cautivas (Figura 3 detalle de La vuelta del malon Angel Della Valle 1892).

En los primeros años del siglo XIX, es cuando comienza en gran escala el drama de las cautivas blancas, en concomitancia con la araucanización de las pampas argentinas.

El cautiverio era habitual en las tribus mapuches provenientes del sur de Chile desde mucho antes.

Miles de mujeres fueron raptadas en los pueblos argentinos por los sangrientos malones que las tenían como principal objetivo junto al robo de ganado. La inmensa mayoría desapareció para siempre. Las que fueron rescatadas luego de años de cautiverio, nunca pudieron sacarse las huellas indelebles de la vejación y el desarraigo.

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El de las cautivas es un tema tabú en la historia argentina. La venezolana Susana Rotker en su libro Cautivas. Olvidos y memoria en la Argentina manifiesta: “El tema de las mujeres olvidadas en un medio hostil me impresiona sin remedio”. “Las cautivas argentinas, que dan su despedida desde unas pocas pinturas del siglo XIX para desaparecer para siempre en el silencio. Esta soledad atroz del rechazo y del olvido me obsesiona. El silencio que cubre la existencia misma de las cautivas argentinas en el siglo XIX es devastador: desde el momento del rapto hasta el día de hoy la realidad del cautiverio es más bien sinónimo de desaparición”.

“Sin dudas la idea de violación de sus mujeres por parte de un “salvaje” resultaba insoportable para los varones blancos. Se llega a culpabilizar a la mujer que acepta la convivencia con los indios o prefiere seguir viviendo en la “barbarie” por no abandonar a sus hijos mestizos. Muchas mujeres preferían no volver a la “civilización” por temor y vergüenza. De hecho se hacía difícil su reinserción en la sociedad de los blancos luego de haber sido concubinas de un indio”.

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Testimonios de soldados de la expedición del coronel Rauch en 1823 contra las tribus del sur dan cuenta de numerosas mujeres blancas rescatadas  de las tolderías que “durante las marchas nocturnas se arrojaban de la grupa de los caballos, donde las llevaban los soldados y se salvaban a favor de las tinieblas”. Las motivaciones psicológicas eran profundas: la vergüenza de enfrentarse con una civilización que las juzgaría como transgresoras e impuras, aunque hubiesen sido vejadas contra su volundad.  

El escocés Cunningham Graham, conocedor de nuestras pampas escribió: “Ay de la muchacha que por desgracia caía en sus manos! A toda prisa la arrastraban a los toldos, si eran jóvenes y bonitas les tocaban a los caciques; si no lo eran, las obligaban a los trabajos más rudos y siempre, a menos que lograran ganarse el cariño de su captor, las mujeres indias, a hurtadillas, les hacían la vida miserable, golpeándolas y maltratándolas”.

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Estanislao Zeballos en Painé y la Dinastía de los Zorros escribió: “La cruel e implacable furia de las indias celosas, los golpes y heridas que éstas les infieren y los horrores de una cautividad sujeta a los caprichos insaciables y feroces de los bárbaros. El espectáculo de los seres queridos inmolados, de las tiernas criaturas arrancadas de sus propios brazos para lancearlas a su vista o para regalarlas a indios que se retiran a sus tolderías lejanas, el recuerdo del incendio que devoró sus hogares y de la sangre en ellos vertida por sus defensores queridos, hunden sus almas en las angustias del martirio supremo”

Uno de los tantos malones de esa época fue el que arrasó con el pueblo de Salto en 1820. Los ranqueles, asociados al caudillo chileno José Miguel Carreras y sus hombres armados dieron el asalto. Luis Franco en Los Caciques indígenas de la Pampa lo relata: “La guarnición de Salto era de 40 hombres, que podía hacer frente a las lanzas, pero no a lo fusiles; terminó capitulando, bajo la condición de respeto a las vidas. La mayoría del vecindario había buscado refugio en la iglesia del pueblo. Los indios hicieron saltar el portón de entrada a golpes de ancas de caballo, y las paredes del recinto sagrado resultaron inútiles para contener la marea de la violación, el expolio y el degüello”. Los hombres fueron degollados y lanceados y doscientas cincuenta mujeres, sin contar los niños, fueron invitadas a trasladarse a la capital ranquel,  a través de ciento cincuenta leguas de arena, polvo y espinas”. Un año después, Carreras fue fusilado en Mendoza por orden de San Martín a Tomás Godoy Cruz.

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Santiago Avendaño, un cautivo de los ranqueles que escapó y dejó escritas sus Memorias cuenta que a la muerte del cacique Painé por un ataque cardíaco, su hijo mayor, culpó a sus 24 esposas de haber provocado su muerte con brujerías (hualicho).  “Con excepción de su madre, la consorte más antigua, el resto de las esposas fueron condenadas a morir de bolazos en la cabeza y  apuñaladas, para ser  enterradas en la misma fosa junto a Painé. Sacrificadas de a ocho por vez, en las paradas que se hicieron desde el toldo del cacique hasta el lugar de su entierro. El último grupo fue sacrificado al borde de la fosa abierta, sobre  los caballos de pelea, los perros, y gran número  de ovejas, antes de colocar el cuerpo de Painé. La joven esposa preferida fue ubicada a su costado izquierdo”.

Un testimonio inmensamente valioso fue el de Lucio V. Mansilla, Comandante de fronteras, que por mandato de Sarmiento en 1870 hizo un viaje de 18 días a las tolderías ranqueles para firmar con ellos un tratado de paz. A su regreso escribió el genial Una excursión a los indios ranqueles en el que relata de primera mano: “A cierta distancia había un grupo de cautivas. Con su mirada me conmovieron. ¿Quién no se conmueve con la mirada triste y llorosa de una mujer? Las cautivas eran las sirvientas. Algunas vestían como indias y estaban pintadas como ellas. Otras ocultaban su desnudez en andrajosos y sucios vestidos. ¡Cómo me miraban estas pobres! ¡Qué mal disimulaba resignación traicionaban sus rostros! Los primeros tiempos que pasan entre los bárbaros son un verdadero vía crucis de mortificaciones y dolores. Deben lavar, cocinar, cortar leña en el bosque con las manos, hacer corrales, domar potros, cuidar los ganados y servir de instrumento para los placeres brutales de la concupiscencia. ¡Ay de las que se resisten! Las matan a azotes o a bolazos. La humildad y la resignación es el único recurso que les queda. Y sin embargo, yo he conocido mujeres heroicas, que se negaron a dejarse envilecer, cuyo cuerpo prefirió el martirio a entregarse de buena voluntad”. “A una de ellas la habían cubierto de cicatrices; pero no había cedido a los furores eróticos de su señor. Esta pobre me decía, contándome su vida con un candor angelical: ´Había jurado no entregarme sino a un indio que me gustara, y no encontraba ninguno´.

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“Cuando el indio se cansa o se le antoja, la vende o la regala a quien quiere. Sucediendo esto, la cautiva entra en un nuevo período de sufrimientos, hasta que el tiempo o la muerte ponen término a sus males”.

Una cautiva que se había llegado a nosotros, me dijo que era de San Luis, que durante algún tiempo había vivido con un indio muy malo. Que éste había muerto a consecuencia de heridas recibidas en la última invasión que llevaron los ranqueles al Río Quinto…Vea señor, me decía, cómo me castigaba el indio- Y mostraba los brazos y el seno cubiertos de moretones empedernidos y de cicatrices– Así, añadía con mezclada expresión de candor y crueldad, yo rogaba a Dios que el indio echara por la herida cuanto comiese. Porque tenía un balazo en el pescuezo y por ahí se le salía todo, envuelto con el humor y… Me dio asco aquella desdichada, cuyos ojos eran hermosísimos. Tenía una lubricidad incitante en la fisonomía. Era esbelta y graciosa”.

Entre otros impactantes testimonios el destacado militar agrega: “Una mujer joven y hermosa, demacrada, sucia y andrajosa diciendo con tonada cordobesa: ´venía a pedirle que me haga el favor de hacer que los padrecitos me den a besar el cordón de nuestro padre San Francisco´. Arrodillándose, lo beso repetidas veces. Los franciscanos la exhortaron y acariciaron paternalmente y la tranquilizaron, pero no del todo. – Sollozaba como una criatura. Partía el corazón verla y oírla. Calmose poco a poco y nos relató la breve y tocante historia de sus dolores. La vida de aquella desdichada era un verdadero vía crucis. La tenía un indio malísimo que estaba frenéticamente enamorado de ella, y ella resistía con heroísmo a su lujuria. De ahí su martirio. ´Primero me he de dejar matar, o lo he de matar yo, que hacer lo que el indio quiere´, decía con expresión enérgica y salvaje. Yo estaba desesperado. Nadie podía hacer por aquella desdichada nada, nada tenía que darle”.

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Esteban Echeverría en el poema La Cautiva de 1827 cuenta la historia de una cautiva que logra escapar antes de ser ultrajada. La realidad mostró que casi ninguna tuvo esa suerte. Los indios quemaban o hacían tajos en la planta de los pies de las jóvenes para que no pudieran huir, hasta que aceptaran su triste destino. Un viajero francés Augusto Guinnard que fue cautivado por una tribu araucana en 1856 describió un intento de fuga en Tres años de cautividad entre patagones”: “un incidente trágico, horrible, vino a darme lecciones de prudencia. Unos jóvenes argentinos habían sido hechos prisioneros como yo; su suerte debía ser la mía, pero la mayor parte de ellos, confiados en su costumbre de orientarse en las pampas, vecinas de sus provincias natales, y en su destreza con los caballos, intentaron recobrar su libertad y fueron alcanzados de nuevo por los indios después de una larga persecución. Conducidos a casa de sus amos y condenados a  muerte por éstos, fueron colocados en medio de un círculo de indios montados que los asesinaron a lanzadas. Ví a los asesinos dando aullidos de alegría al revolver la punta de sus lanzas las heridas con que acribillaban los cuerpos de  sus víctimas. Enseguida desfilaron por delante de mí, mostrándome con afectación sus armas, la sangre de estos infortunados humeante a lo largo del asta de sus lanzas, y amenazándome con la misma suerte si intentaba fugarme”.

Las dos Campañas del Desierto rescataron miles de cautivas. La expedición de Rosas en 1833 rescató unas mil y publicó el listado en el diario La Gaceta. La campaña de Roca en 1879 redimió a otras miles. Uno de sus cronistas, Estanislao Zeballos en La Conquista de 15 mil leguas dice: “Cerca de 3000 cautivos fueron libertados. Concluida la expedición, se publicó un folleto con los nombres y señas de todos los cautivos rescatados, folleto que se distribuyó en todas las provincias que tienen fronteras…Entre esos cautivos los había que eran miembros de las principales familias de las provincias del interior…Eran conmovedoras las escenas que ofrecían aquellos desgraciados cautivos al encontrarse de repente aliviados del sufrimiento y del martirio que por tanto tiempo habían experimentado”.

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La citada Susana Rotker reflexionó “la cristiana que ha permanecido largos años en cautiverio y ya ha tenido hijos mestizos está en definitiva, condenada. Una vez cruzada la frontera ya no pertenecerá más ni a un mundo ni al otro: entre los indios siempre será una prisionera, vivirá intentando escapar o esperando ser liberada. Luego, en el mundo de los blancos tampoco tendrá escapatoria. Es ahora un personaje de frontera, una mujer sin identidad, condenada por su transgresión, no importa que ésta haya sido involuntaria y forzada”.

Esta nota pretende ser un humilde recordatorio al sufrimiento de esas miles de mujeres y jóvenes que padecieron un inhumano cautiverio en las pampas argentinas y que, como segunda condena, han sido desterradas del inconsciente colectivo nacional. Sólo alguna novela como Indias Blancas aborda el tema, con una impecable y atractiva dinámica narrativa, pero con un tono de romance y épica, que dista mucho de la espantosa realidad que sufrieron miles de nuestras compatriotas hace poco más de un siglo.

Por Gustavo Cairo, Presidente Bloque de diputados prov. PRO Mendoza.

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