
A 75 años de su creación, Malargüe vuelve a interpelarse como comunidad: memoria, identidad y un futuro que exige unidad, planificación y políticas públicas capaces de convertir su enorme potencial en desarrollo humano y económico real.

Setenta y cinco años después de su segunda creación institucional, Malargüe vuelve a mirarse en el espejo de su propia historia. Una historia que no comenzó en 1950, sino mucho antes, en las huellas de los antiguos pobladores, en los oasis formados junto a los ríos, en la vida rural que forjó carácter, en la minería temprana, en el empuje de los pioneros del turismo y en esa vocación de construir comunidad aun en un territorio vasto, inhóspito y desafiante. Hoy, en este aniversario, el ejercicio no es solo recordar: es preguntarnos qué hicimos, qué nos falta y hacia dónde queremos caminar como pueblo.
Malargüe nació con una identidad de trabajo. La ganadería extensiva, la agricultura de oasis, las explotaciones mineras, los servicios petroleros y más tarde el turismo fueron tejiendo un entramado productivo que hizo del sur mendocino una región distinta. También surgieron instituciones que acompañaron ese crecimiento: clubes, cámaras, entidades civiles y espacios de coordinación que siempre buscaron tender puentes. Esa cultura del encuentro permitió avanzar, incluso en tiempos de crisis. Y es justamente esa memoria la que hoy debemos recuperar para no perder claridad en medio de los desafíos actuales.
Setenta y cinco años después, el balance es complejo. Hay avances indiscutibles: la ampliación del sistema sanitario, proyectos energéticos, nuevas oportunidades turísticas, un empresariado local decidido y una ciudadanía que defiende su identidad con orgullo. Pero también hay deudas pesadas que siguen frenando nuestra expansión. La conectividad terrestre continúa siendo insuficiente en un departamento con más de 2.000 kilómetros de rutas, la mayoría de tierra. Los caminos productivos necesitan mantenimiento sostenido y obras definitivas; los corredores estratégicos deben integrarse para dar soporte al desarrollo económico; y las rutas que conectan con el país y la región requieren una visión de Estado que trascienda gobiernos.

La conectividad aérea atraviesa un dilema similar: avances que entusiasman y retrocesos que desilusionan. Un aeropuerto con capacidad para vuelos de mayor porte no puede quedar sujeto a incertidumbres. Si aspiramos a un turismo sólido, a la radicación de empresas, a potenciar la economía regional y a integrarnos de manera efectiva al resto del país, necesitamos una política aérea sostenida y seria, no esfuerzos aislados.
También está la cuestión energética. El gasoducto pendiente, la necesidad de infraestructura adecuada y el potencial que representa para la industria y para la vida cotidiana de los vecinos sigue siendo una prioridad. No se trata solo de crecimiento económico; se trata de calidad de vida, de oportunidades laborales, de inclusión. Cuando un territorio produce energía pero no puede abastecerse con estabilidad, el desequilibrio queda a la vista.
La minería, por su parte, forma parte de nuestra identidad profunda. Malargüe ha demostrado una y otra vez tener consenso social para desarrollarla con responsabilidad. La clave está en avanzar con controles estrictos, profesionalismo, diálogo transparente y decisión política. Lo que este aniversario nos recuerda es que los recursos están, la capacidad técnica está y el interés inversor también: falta un marco de políticas públicas que permita transformar ese potencial en empleos, en industria local, en progreso concreto.

Lo mismo ocurre con el turismo. Las bellezas naturales del departamento, su diversidad geológica, su identidad rural, sus paisajes únicos, la Payunia, los valles, los ríos, los circuitos culturales y científicos no pueden seguir dependiendo únicamente del esfuerzo privado o de iniciativas fragmentadas. Requieren planificación, promoción, infraestructura, servicios y una estrategia de largo plazo. El turismo es una herramienta poderosa para dinamizar la economía regional, pero solo florece cuando hay una decisión política sostenida detrás.
En este 75º aniversario, la reflexión es inevitable: ¿qué nos une como comunidad? La respuesta está a la vista. Nos une la memoria de quienes trabajaron la tierra, de los pioneros que levantaron instituciones, de quienes apostaron a la minería, al petróleo, al comercio, al turismo, de quienes defendieron la educación, la salud, la cultura y la identidad malargüina incluso cuando las condiciones eran adversas. Nos une la certeza de que somos un departamento con riqueza natural, con talento humano, con espíritu emprendedor y con un potencial que no puede seguir postergándose.

Por eso este editorial no es una queja: es una convocatoria. Una invitación a la unidad social, al compromiso ciudadano y al seguimiento responsable de los temas estratégicos. Malargüe necesita que su comunidad participe, pregunte, exija, proponga y acompañe los procesos que definirán su futuro. Y necesita, sobre todo, políticas públicas a la altura de ese desafío: firmes, sostenidas, planificadas y capaces de transformar posibilidades en realidades.
Setenta y cinco años después, Malargüe sigue siendo tierra de esperanza. Una tierra que no ha renunciado a sus sueños y que, con la fuerza de su gente, puede construir un modelo de desarrollo humano y económico sólido, inclusivo y duradero. El futuro no está escrito: lo escribimos entre todos.
Redacción Ser y Hacer










