
La muerte de Selena Jazmín, y la lucha de Renzo exponen la fragilidad de la vida y la urgencia de asumir que conducir es, ante todo, un acto moral cuyo impacto alcanza a toda la comunidad.

Malargüe atraviesa días de profundo dolor. El siniestro ocurrido en la tarde del jueves, en la intersección de avenida Roca y Llancanelo, no fue un hecho más. Fue el instante que cambió para siempre la vida de una madre, un padre y una hermana adolescente que hoy enfrentan un vacío imposible de nombrar.
Dos hermanos que caminaban juntos, fueron embestidos por un automóvil. Selena Jazmín, de 13 años, perdió la vida allí mismo. Renzo, de 8, se aferra a la recuperación en el hospital Schestakow de San Rafael. La normalidad de un día cualquiera se quebró en un segundo, dejando un antes y un después irreversible.
El conductor manejaba sin licencia, a alta velocidad y con alcoholemia positiva. Estas no son simples infracciones: son decisiones personales, tomadas con plena información y con una consecuencia ética insoslayable.
No se trata solo de que la ley prohíbe manejar alcoholizado; se trata de que la ética del cuidado del otro —una ética básica, humana, cotidiana— exige no hacerlo. No podemos reducir este caso a una suma de normas incumplidas. Este caso habla de algo más profundo: de un adulto que, conociendo los riesgos, tomó decisiones que ignoraron la fragilidad de las vidas ajenas.
Este hecho se inscribe en un contexto alarmante. Según informó la directora del Hospital Malargüe, 317 personas ingresaron en lo que va de 2025 por accidentes de tránsito: alrededor de cien en moto, cien en bicicleta y cien en automóvil. A esto se suma el aumento de casos vinculados al alcohol. La siniestralidad no es un accidente estadístico; es un síntoma de conductas y elecciones humanas que se repiten más de lo que la comunidad puede tolerar.

En los últimos meses, este medio registró múltiples episodios de alcoholemia positiva y siniestros graves en distintos puntos del departamento. También es pertinente recordar que la legislación vigente obliga a quienes conducen alcoholizados a afrontar los costos sanitarios que generan. Pero, aun así, el problema persiste. ¿Por qué? Porque ninguna ley reemplaza la conciencia ética de cada persona.
En Malargüe existen instituciones que trabajan para prevenir. El Juzgado Vial, a cargo de Juan Manuel Negro, desarrolla tareas educativas, normativas y sancionatorias. El Área Municipal de Licencias de Conducir sostiene acciones de prevención, formación y orientación, esenciales para que los conductores comprendan las implicancias de manejar en la vía pública. Y la Policía Vial realiza los controles que vigilan el cumplimiento de la normativa. Es necesario reconocer ese trabajo.
Pero la prevención no puede depender solamente de organismos estatales: la verdadera prevención comienza antes de salir de casa, cuando cada persona decide cómo va a conducir y cómo va a acatar las premisas básicas de las leyes de tránsito, ya sea como conductor de rodados o peatón.
Aquí es donde la responsabilidad ética adquiere su peso más profundo.
Conducir no es solo una habilidad técnica. Conducir es un acto moral.
Cada vez que alguien toma un volante, asume —le guste o no— la posibilidad de lastimar, proteger o salvar vidas. Esa conciencia debería guiar cada elección: no beber, no correr, no mirar el celular ni siquiera un segundo. Porque un segundo puede ser la diferencia entre ver o no ver a un niño que cruza. Un segundo puede decidir el destino de una familia entera.
Todos somos falibles. Todos podemos cometer errores. Pero hay errores que no pueden aceptarse, porque sus consecuencias recaen sobre los más vulnerables. Manejar alcoholizado no es un descuido: es una renuncia deliberada a la responsabilidad ética de cuidar al otro.

Hoy Malargüe llora a Selena y acompaña a Renzo. La familia Benteo–Pinol enfrenta la más dura de las pruebas, y la comunidad —fiel a su espíritu solidario— ya se moviliza para brindar apoyo. Pero esta conmoción no puede quedarse en un sentimiento pasajero. Debe transformarse en compromiso.
Necesitamos reforzar controles, mejorar la señalización, intensificar campañas educativas y, sobre todo, construir un pacto comunitario que ponga la vida por encima de la prisa, del celular, de la imprudencia y de la excusa fácil del “solo fue un poco”.
Pero sobre todo necesitamos que cada conductor, en la intimidad de sus decisiones, entienda que manejar es cuidar. Que manejar es respetar. Que manejar es, esencialmente, un acto ético.

La memoria de Selena Jazmín no puede transformarse en una estadística. Su nombre debe convertirse en una decisión colectiva: la de conducir con responsabilidad, con empatía y con atención plena. Y la recuperación de Renzo debe recordarnos que cada vida, incluso la propia, merece todas nuestras precauciones.
Porque protegernos entre todos es el compromiso más humano que podemos asumir.
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